Las vírgenes negras

 

virgen negraRegados por toda Europa existen pequeños centros de culto en los que desaparece la línea entre lo pagano y lo cristiano y que contienen huellas no sólo de los verdaderos orígenes del cristianismo sino también de la verdadera naturaleza de Magdalena. Se trata de las sedes de las Vírgenes negras, idénticas, en general, a cualquier otra imagen de la Virgen y el Niño salvo que en ellas ambos poseen cara y manos negras. Dondequiera que se les encuentre, esas imágenes son objeto de gran veneración, genuina pasión, entre la gente, que las considera distintas no sólo a los usuales santos cristianos de cara pálida sino también a la habitual Virgen con el Niño. Esa diferencia de estimación no ha pasado inadvertida para la Iglesia católica, que desde siempre se ha mantenido a prudente distancia de las Vírgenes negras.

La media luna a los pies de la Virgen representa la fuerza telúrica que emana no solamente de la tierra sino también de la fuerza telúrica de Selene. La representación más antigua de las vírgenes era una esfera, ya que el hombre antiguo «veía» las fuerzas que emanaban de la tierra. Solían los dólmenes sagrados tener soterradas tres esferas, representación de la Trinidad. Así pues la media luna y el dragón representa lo mismo, fuerzas telúricas y normalmente se representaba sobre todo en las catedrales góticas el dragón dónde provenía dicha fuerza. La media luna bajo la virgen no se refiere únicamente a la descripción apocalíptica. O, mejor aún, la imagen de esa mujer apocalíptica preñada bebe de otras fuentes. Todos sabemos que la Virgen María en la religión católica es la Madre por excelencia. Madre de todos los hombres e, incluso, Madre de Dios. Milenios antes de la aparición del cristianismo y del nacimiento de Jesús ya existían divinidades femeninas que eran la Madre suprema e incluso era la Esposa y Madre del dios supremo. El caso más coincidente es el de Isis. Isis es la hermana de Osiris y su esposa. Osiris es asesinado y ella lo recompone y lo resucita, aunque también, Osiris engendrará en Isis (tras su muerte y resurrección, a su hijo Horus (que está asociado con Ra como Ra-Horajti) que vengará la muerte de su padre matando a Seth y tomará el lugar de máximo dios en puesto de Osiris. Horus es el dios del Sol, y lleva un círculo solar sobre su cabeza de halcón, de ahí la representación de las aureolas circulares doradas sobre la cabeza de Cristo que después se extenderán a la iconografía de todos los santos. Volviendo al tema que nos ocupa, la diosa Madre por excelencia, se representa con unos cuernos (y en el centro de ellos el disco solar). Esta diosa Isis aparece en múltiples civilizaciones, siempre con los atributos de cuernos. Será Ío en la cultura griega, la Astarté fenicia, la Tanit púnica… El sol es la máxima divinidad masculina y la luna la femenina. Y Tanit, la diosa carthaginesa será la que nos ocupe ahora. Es una diosa lunar (Tal vez el hecho, demostrado científicamente, de que los ciclos reproductivos de la mujer están influidos por la Luna lleven a asimilar a está con la fecundidad y con la mujer misma. Ciertamente, los ciclos menstruales se producen cada 28 días (ciclo lunar completo) y es sabido que las noches de luna llena son en las que más partos se registran. Tanit se representaba con un icono muy esquemático, una cabeza circular (¿la luna llena o reminiscencias del disco solar que portaba Isis? Recordemos que es la madre del Sol y lo llevo en su vientre.), un cuerpo triangular ¿Tendrá relación con los mantos triangulares (de mariposa creo que se llaman) de algunas vírgenes?) y, por último los brazos, que si bien en algunas representaciones es un simple trazo rectilíneo, en otras es un trazo curvo, una media luna con los cuernos hacia arriba.

El autor inglés Ean Begg viajó mucho a principios de los años ochenta, en el curso de una investigación sobre las Vírgenes negras, de la que en 1985 resultó su ahora clásico libro The Cult of the Black Virgin, en el que refiere que la presentación de trabajos “sobre Vírgenes negras ante la Asociación Estadunidense para el Avance de la Ciencia, el 28 de diciembre de 1952, provocó la salida de la sala de todos los curas y monjas que se hallaban entre el público”.1 Se estaría tentado a afirmar que los años cincuenta ya han quedado atrás, sobre todo en actitudes culturales, y que es muy probable que esas desacostumbradas imágenes ya hayan sido acogidas por la grey católica al lado de, por ejemplo, las de santa Teresita de Lisieux y santa Bernardita de Lourdes. Pero la verdad es que, aunque se sabe que el papa Juan Pablo II hace visitas privadas a ciertas Vírgenes negras, su culto aún no ha sido reconocido de manera oficial ni su veneración tácitamente alentada siquiera. ¿Qué puede haber de malo en las Vírgenes negras como para que el clero siga juzgándolas aborrecibles? ¿Es sólo que desde siempre se les ha rendido culto en rincones rurales de opiniones demasiado independientes para la jerarquía católica, o la razón es aún más profunda?

Mientras recorría Europa de un sitio a otro, Begg advirtió un curioso fenómeno: aunque las Vírgenes negras solían ser exhibidas en lugares destacados en los templos, ni siquiera los párrocos eran capaces de dar información sobre ellas. Si se les insistía, a lo más que llegaban era a admitir que la respectiva Virgen negra llevaba ya más de 500 años en el sitio, y a sugerir absurdamente que su negrura era producto de una prolongada acumulación de polvo, lo que, además de dejar muy mal parada la eficiencia de generaciones de empleados de limpieza, resultaba a todas luces insostenible, porque muchas de las estatuillas en cuestión habían sido, ex profeso, pintadas de negro. ¿Cuál podía ser el motivo, de cualquier forma, de que unas sucias y manchadas imágenes hubieran inspirado tanta pasión durante cientos de años?

Begg relata que, tras preguntar a un sacerdote por qué las Vírgenes negras lo eran, un colega obtuvo la siguiente respuesta: “Son negras, hijo mío, porque son negras”.2 En The Templar Revelation Prince y yo ilustramos con este episodio la siempre indiferente actitud de la Iglesia ante el tema. Aunque es posible que la intención de ese cura sólo haya sido apresurar un momento incomodo, irónicamente su respuesta dio origen al estudio de Begg, dada la posibilidad de una peculiar interpretación. La aplicación a este caso de la teoría de la navaja de Occam —según la cual la respuesta más obvia y simple suele ser la correcta— permite enmarcar las palabras del clérigo en el equivalente a la insensata respuesta “Porque así es” a preguntas como “¿Por qué este caballo es blanco?” e interpretarlas como que (las imágenes) son negras porque (la Virgen) es negra.

Sin embargo, en este fenómeno de las Vírgenes negras también incide otro factor: el de que en todas partes están íntima y específicamente ligadas a antiguos sitios paganos. En efecto, la Iglesia cristianizó ancestrales manantiales o bosques sagrados, sedes de ritos ofrendados a la naturaleza y de adoración a diosas. Sus astutos jerarcas repararon en que, pese a la condena oficial, la gente seguía apreciando y honrando esos mágicos lugares, así que se apoderaron de ellos de la misma manera en que habían metamorfoseado dioses paganos en santos más bien míticos. Aunque, en general, mucho después, en los sitios paganos más sagrados de Europa comenzaron a aparecer Vírgenes negras, imágenes de la Virgen y el Niño con rostro moreno que, pese a ser iconos casi católicos, eran en esencia ídolos paganos.

La mayoría de los sitios de Vírgenes negras se han asociado por tradición con antiguas diosas como Cibeles, Diana e Isis, todas ellas con frecuencia representadas con piel oscura. Esas y otras deidades fueron originalmente diosas de la Luna, arquetipos divinos femeninos cuyas tres manifestaciones eran reflejo de las principales fases lunares: Luna Nueva, o fase de la Virgen; Luna Llena, o fase fértil de la maternidad, y Oscurecimiento de la Luna, cuando la diosa llega a su apoteosis como personificación de la sabiduría, en calidad de anciana, hechicera o bruja.

En The Women *s Encycíopedia of Myths and Secrets, Barbara G. Walker se refiere de la siguiente manera a la universalidad de la creencia en el poder de la deidad femenina encamada por la Luna:

Los ashantis tenían un término genérico para todas las deidades, Boshun, “Luna”. En vascuence se usaba la misma palabra para “deidad” y “luna”. Los sioux llamaron a la luna “La anciana que no muere nunca”. Los iroqueses, “La Eterna”. Los gobernantes de la zona eritrea de Sudáfrica adoptaban el nombre de la Diosa, “Luna”. El nombre gaélico de la luna, gealach, se deriva de Gala o Calata, la Madre Luna original de las tribus gaélicas y galas. A Inglaterra solía llamársele Albión, la diosa Luna blanca como la leche. Los persas designaron a la luna Metra (Matra, Madre cuyo amor lo traspasa todo)

Las sacerdotisas de los cultos de las diosas celebraban los misterios femeninos en la correspondiente fase de la Luna, y compartían y transmitían los secretos de la menstruación, la cópula, el alumbramiento… y la muerte; porque, en cuanto que dadoras de vida, a las mujeres también se les ha reconocido, desde siempre, como guardianas de los misterios de la muerte. Como María Magdalena con su frasco de ungüento de nardo, se ocupan de los restos mortales de los que aman y lloran su desaparición física; pero, en un nivel primordial, saben que la vida regresará, del mismo modo que la primavera sigue al invierno.

Continúa Walker:

Portar una media luna era “signo visible de adoración” a la Diosa. Por eso el profeta Isaías censuró el empleo de amuletos en forma de luna entre las mujeres de Sión (Isaías 3: 18). “Se dice que la media luna usada por Diana y en la adoración de otras Diosas es el Arca o nave, símbolo de fertilidad, en el Recipiente del Germen de toda vida.” Esa misma Arca conducía a la muerte a dioses como Osiris…

No obstante, la diosa lunar más directamente ligada a las Vírgenes negras —y, en definitiva, a María Magdalena— es la famosa diosa madre egipcia Isis, que regía sobre la curación y las artes mágicas. Como Magdalena, Isis está relacionada con embarcaciones: viajaba en su barca o gran nave celestial transportando las almas de los humanos y buscando y llorando por siempre a su amor perdido, Osiris. Como la amante de Jesús, está estrechamente ligada a Francia: se cree que París, la ciudad del amor —en su origen “Para Isidos” (expresión griega que significa “cerca de Isis”) —, estaba dedicada a ella, como en efecto lo estaba el templo sobre el que se construyó la célebre catedral de Notre Dame. Su imagen en la iglesia de Saint-Germain-des-Prés fue destruida en el siglo XV por el cardenal Briçonnet, indignado de que las mujeres siguieran prendiéndole veladoras como a la propia Virgen María.

Podría pensarse que una diosa del remoto Egipto habría ejercido escasa influencia en los centros de culto pagano de Francia, pero es increíble cuánto se extendió su religión, en especial durante el dominio romano. En su erudita Black Athena (1991), Martin Bernal describe así la difusión del culto de Isis en el mundo antiguo:

La diosa madre egipcia Isis… había sido adorada en Atenas desde el siglo V a.C., y no sólo por residentes egipcios sino también por atenienses. En el siglo li a.C. ya existía un templo dedicado a ella cerca de la Acrópolis, y Atenas alentaba en forma oficial a sus colonias a adoptar cultos egipcios. Aun en Delos, ciudad especialmente consagrada a Apolo, se oficializaron los cultos de Isis y Anubis (su pareja, el dios con cabeza de chacal], acto en absoluto relacionado con el reino tolemeico, que para entonces ya había perdido el control de la isla. Sin mencionar otros cultos orientales, Pausanias señaló en el siglo 11 d.C. la existencia de templos o santuarios egipcios en Atenas, Corinto, Tebas y muchos otros sitios de la Argólida, Mesenia, Acaya y Fokis.

Pero, como apunta el propio Bernal, “Grecia apenas había experimentado parte de una oleada que se extendió a todo el imperio romano. Por ejemplo, los más importantes santuarios descubiertos en la Pompeya de 79 d.C. —año en el que fue destruida por la erupción del Vesubio— eran ‘egipcios’… Los últimos emperadores… fueron muy devotos de dioses egipcios”.

A Isis se le representó con frecuencia como una núbil joven negra, y sus estatuillas eran talladas en piedra del color inequívoco del ébano. No había duda de su piel oscura, ni apresuradas seudoexplicaciones sobre limpiadores incompetentes y humo de velas. En una de sus advocaciones, la gran diosa egipcia era negra y hermosa, y su majestad suprema.

Aunque se le veneraba como virgen sagrada —al grado de que los especialistas admiten que fue el prototipo de la parcial invención eclesiástica de María, la madre—, para sus miles de devotos era mucho más que eso. A todas las diosas antiguas se les concebía como una misteriosa y variable esencia femenina, de modo que podían ser Vírgenes o Madres Vírgenes —representación, en este caso, de lo imposible, de la paradójica naturaleza de la todopoderosa—, aunque también madres, hábiles iniciadoras sexuales o sabias ancianas.

Pero cuando los hombres de la Iglesia dieron en adaptar y marginar los aspectos femeninos del cristianismo —habiendo descubierto que con ningún acto o amenaza impedirían a los fieles amar la figura de una diosa—, rechazaron por completo a la obvia “Isis cristiana”, María Magdalena. Era demasiado subversiva, demasiado evidentemente sexual, demasiado poderosa y quizá también demasiado negra. Debía eliminársele, o —siendo demasiado conocida y amada para ser excluida por completo de la historia— ser convertida en un personaje digno de lástima, y sin ningún poder.

La nueva Isis

Es muy extraño que a la madre de Jesús se le honre al punto de la semideificación8 si, como observa agudamente el profesor Morton Smith en Jesús The Magician (1978), “no se sabe que [Jesús] la haya amado. Un héroe que sólo en dos ocasiones se refiere a su madre, como ‘mujer’ en ambos casos, es materia difícil para los biógrafos sentimentales”.9 Sin embargo, lo cierto es que a la Iglesia primitiva le urgía tanto incluir en sus prácticas el obligado toque de veneración a una diosa, a fin de aplacar a las masas —y complacer a quienes se sentían atraídos por el gnosticismo, más igualitario—, que eligió como nueva representante de Isis a la mujer anodina e inofensiva a la que al parecer Jesús no amó, y no a la peligrosa sacerdotisa a la que se sabía que había idolatrado.

De las dos mujeres centrales en la vida de Jesús, fue a María, la madre, a la que se le concedieron no sólo la distinción sino también los títulos de la diosa Isis. (Su deificación es aún más escandalosa, como veremos después, si se toman en cuenta los abundantes rumores sobre su verdadera condición. Quizá la Virgen de las rocas de Leonardo no haya estado muy lejos de la verdad.) Habiendo sido comunes en el mundo romano las imágenes de Isis con su sagrado hijo Horus en brazos o en su regazo, la Iglesia del primer milenio presentó, en forma gradual, a María, la madre, de la misma manera, en forma por demás deliberada. Y, como a Isis, se le llamó “Reina del Cielo” y “Estrella de la Mar” (Stella Maris) y se le representó con estrellas en torno a la cabeza y una media luna a sus pies. A diferencia de Isis, sin embargo, era exclusiva y permanentemente Virgen, pese a que esto fuera no sólo improbable para una madre real, sino imposible, aun en el contexto del Nuevo Testamento, ya que es evidente que Jesús tuvo hermanos. Los apologistas católicos podrían aducir que esto es un malentendido, y que los así llamados hermanos y hermanas de Jesús eran en realidad sus discípulos; pero un pasaje bíblico deja claramente establecida la diferencia entre unos y otros:

Y estando él aun hablando a las gentes, he aquí que su madre y sus hermanos estaban fuera, que le querían hablar. Y le dijo uno: “He aquí que tu madre y tus hermanos están fuera, que te quieren hablar”. Y respondiendo él al que le decía esto, dijo: “¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?” Y extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: “He aquí a mi madre y a mis hermanos. Porque todo aquel que hiciere la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, y hermana, y madre”.

En estos versículos Jesús no sólo admite tácitamente la existencia de su familia sino que, además, se toma a orgullo ignorarla en favor de sus discípulos. Al menos uno de sus hermanos carnales, “Santiago, el hermano de Jesús”, fue famoso por mérito propio, hasta convertirse en el primer obispo de Jerusalén. (Es muy posible, además, que Jesús haya tenido un hermano gemelo.) Aun hoy, sin embargo, los autores católicos reprueban esa interpretación de la Sagrada Escritura. El teólogo Karl Barth habla por muchos millones cuando declara: “Es esencial para la verdadera fe cristiana aceptar la doctrina del parto virginal de María”. Impugnar la idea de que ésta nunca fue menos que virgen se considera “un insulto para Nuestra Señora”, lo que, de alguna manera, se hace eco de la extrema aversión de los herejes cátaros a la sexualidad y la procreación.

No obstante, en esta frecuente defensa apasionada de la condición de María, la madre, se pasa por alto el hecho de que la palabra hebrea almah, originalmente traducida como “Virgen” en la versión inglesa de la Biblia del rey Jacobo, significaba en su origen “mujer joven”. Claro que aun si se le hubiera traducido correctamente, hasta el siglo XIX pocas personas habrían conocido la diferencia; aparte de los clérigos, la alfabetización era casi nula, y la Iglesia tomó, además, la precaución de conservar las Escrituras en latín, ininteligible para las masas. Hoy, asimismo, no se alienta a los católicos a leer la Biblia (los círculos bíblicos son propios de protestantes e iglesias independientes); pero aun si lo hacen, la ceguera psicológica que les ha sido impuesta por un condicionamiento de toda la vida —el fenómeno que Leonardo comprendió tan bien— les impide ver lo que tienen en las narices. El cerebro deja escapar conceptos que los ojos recogen con toda inocencia, y los rechaza al instante. ¿Cómo habría podido Jesús tener hermanos y hermanas si su madre fue siempre una santa Virgen? Los pasajes afrentosos son borrados en el subconsciente, gracias a lo cual desaparece, sin aspavientos, el escalofrío de tener que enfrentar hechos incómodos, sin que la mente consciente se percate de nada.

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