La sacralización de la naturaleza es otro rasgo dinámico de la experiencia pagana del mundo, como venimos viendo. Lo divino está en este mundo, y no en lo lejano o inmaterial; lo divino siempre está en las fuerzas múltiples y físicas de la naturaleza. Todo lo verdadero fluye en este mundo y es este mundo. Pero este mundo es una canal de ambivalencias (lo bueno y lo malo, placer y dolor); o es el canal de las alternancias de opuestos: la luz y lo oscuro, lo frío y lo caliente, y lo visible y lo invisible. Y la invisibilidad siempre es el reverso de la misma materialidad del mundo; y el más allá convive con el mundo de los vivos, y el individuo visible coexiste con el doble de su alma individual (el daimon griego o el genius romano).
Lo no visible siempre como revés de la única realidad visible; y lo no visible no es lo recóndito, lo que está fuera de la materia como el dios cristiano, el espíritu puro creador del mundo, pero como dios trascendente, como divinidad que trasciende o está más allá del propio universo material que ha creado. Es decir: lo inmanente pagano (lo que está en y es en las cosas), y lo trascedente cristiano: lo divino fuera o más allá de las cosas.
DUALISMO-MONISMO
La integración de la superficie y el reverso (de lo visible y lo invisible) en la percepción pagana permite así la distinción entre lo que se muestra y lo que se oculta, entre lo conocido y lo que permanece desconocido y secreto, pero sin quebrar en términos dualistas la unidad de este mundo como lo único que es. El dualismo sólo será posible por el mundo desgarrado entre dos sustancias ontológicas, como entre el principio del bien y el mal como en las religiones pérsicas; o el dualismo de los dos mundos se da en el pensar filosófico clásico, en el que se separa el mundo ideal del mundo sensible (Platón); o el mundo sublunar del acto imperfecto separado del dios como acto puro y perfecto en su atemporalidad (Aristóteles). No en vano el dualismo platónico y la concepción aristotélica del motor inmóvil tanto sedujeron al cristianismo medieval.
Y las imágenes tampoco son separables de una religiosidad pagana de la naturaleza…En la percepción pagana de la naturaleza la imagen es presentación del universo que vemos como potencia divina. El dios del mar es inseparable de la imagen del océano; las diosas de la fertilidad son inseparables de las imágenes que remiten a la naturaleza florecida (el surco, la espiga dorada del trigo, los senos femeninos como imagen del poder de dar vida y alimentarla). El dios del cielo no es separable de la imagen atemorizante de la tormenta y el trueno, o de la cúpula diurna diáfana, soleada y apacible. Las divinidades se expresan a través de las imágenes y son una presencia visual o sonora, siendo la visualidad o sonoridad algo intrínseco a la manifestación divina pagana. Lo que al cristianismo le resulta veneración idolátrica, para lo pagano, en su fase no degradada, es un acceso a lo divino en una jerarquía sensorial desde las imágenes creadas por los hombres (las estatuas de los dioses, por ejemplo) hasta la imagen que es la divinidad misma, inseparable de las imágenes de la naturaleza.
Sin embargo, el cristianismo finalmente tuvo que aceptar el poder de la imagen; no principalmente como vehículo expresivo de la divinidad sino como explicación pedagógica, como comunicación a los analfabetos de la verdad de la Biblia por una narración visual. Esto llevó a la justificación de la iconografía de los actos de Cristo o de las vidas de los santos y María, que decoran finalmente las catedrales medievales.
Por otra parte, el rezo o la oración, la plegaria, la propia flagelación, la mortificación de la propia carne son actos de entrega y veneración al dios cristiano. Actos que nacen de la intimidad del creyente. La oración es el deseo del devoto de comunicarse con dios mediante un pedido o llamado. El sentido central de este pedido no descansa en los brazos y manos que se santiguan, en las piernas que se arrodillan, en la piel que se desgarra en el acto flagelante, o el abdomen que se contrae por la práctica ascética. La oración es siempre la entrega al dios interior, uno y trascendente; esta entrega es lo que le da sentido a la oración cristiana. En cambio, el pagano siente como indispensable la mediación plenamente material para la comunicación con la divinidad. No basta con el asentimiento interior. Es precisa también una evidencia física del deseo de relación con los dioses. Una espiritualidad de la súplica a lo divino que obra una sinergia entre lo interior del alma y el peso religioso propio de una ofrenda física. De ahí que sea indispensable una entrega material a lo divino.
Pero el acto de la ofrenda es también una paralela espiritualización de la imagen de la ofrenda y de su densidad material. Todo lo ofrendado, desde los objetos útiles hasta la vida animal o humana, se sacraliza en el acto ritual de la ofrenda. Esta acción votiva es así una forma de dignificación espiritual de la materialidad de cosas y seres. Su materialidad se diviniza a los ojos del creyente pagano. Por eso esto le permite la comunicación con lo divino, e inaugura una implícita relación contractual con la divinidad. Al darse la ofrenda, los dioses deben responder al pedido. Si la respuesta es negativa, o lo que surge es el silencio o indiferencia de los dioses, el pagano deberá insistir en la ofrenda; o, en los tiempos de derrumbe de la certeza pagana, el que ofrenda se sentirá defraudado o engañado por los mismos dioses, si no se responde a sus pedidos.
Y lo pagano convierte a la geografía en símbolo. El espacio de la tierra y el cielo visibles no son sólo magnitudes físicas; los lugares en los que acontecen hechos fundamentales de una fe o creencia religiosa se sacralizan, se convierten en lugares de culto. En la percepción pagana, por su parte, el espacio se sacraliza en tanto admite la discontinuidad entre un espacio profano, repetido, sometido a las leyes de la physis, y sitios devenidos axis mundi, centros simbólicos del mundo, puntos de apertura y comunicación entre los tres niveles básicos de la realidad:
- lo subterráneo como residencia de los muertos,
- la tierra, ámbito de los hombres,
- y el cielo, morada de los dioses.
Todo templo, ciudad o incluso la casa, pueden levantarse en un simbólico centro del mundo. Pero en el orden de la geografía simbólica la diferencia principal entre lo pagano y lo cristiano radica en la versatilidad o la univocidad del santuario…
Veamos esto primero en lo judeo-cristiano: David, por ejemplo, cuyo trono es arquetipo de la grandeza de los antiguos reyes de Israel (que en Salomón alcanza su ápice) ordena la destrucción de todo altar-santuario en la naturaleza, porque el santuario debe estar siempre en la ciudad. Un templo urbano como única Casa de Dios; no la versatilidad entonces, no los santuarios en muchos lugares sino la univocidad, un único santuario, en un único lugar, en la ciudad, para el encuentro con la divinidad.
El templo-santuario modélico de la antigua Judea será el templo de Salomón. Allí el lugar más secreto del santuario es el sancta sanctorum; allí, una vez al año el Sumo Sacerdote pronuncia el nombre secreto de Dios. En el cristianismo, la iglesia románica y luego la catedral gótica asumirán el prestigio de santuario sumos. Y el santuario no es sólo una construcción arquitectónica santificada; es templo separado de lo profano, y escindido a la vez de la naturaleza. Es decir: la tendencia judeocristiana a la univocidad del santuario, bajo la forma del templo artificial construido en la ciudad.
En las creencias paganas, en cambio, el santuario es multiforme y versátil: el altar-bosque germánico, o los templos de la región greco-romana o egipcia que contienen en su interior la estatua que representa al dios, al que se le consagra el santuario. Entonces, en lo pagano, el altar-santuario palpita en el bosque, o en la cima de la montaña, o en las cuevas o los ríos, y también en las ciudades. El santuario pagano como centro simbólico se encuentra en la geografía natural o en el templo artificial. El santuario es múltiple y versátil porque está en muchos lugares y de muchas maneras
El santuario pagano en el adentro y el afuera, acaso la intuición de que lo visible o lo invisible son dos grados complementarios y necesarios de una sola realidad en la que se hace presente la majestas y el mysterium de lo divino.