Todas las religiones orgánicas que han emanado de los pueblos, todas las que pueden integrarse en la Tradición, conducen a lo eterno, ciertamente. Pero esas religiones no se dirigen a las mismas gentes. Las religiones que yo he llamado “de extinción” —tales como el budismo, el jainismo, y más tarde el catarismo— se dirigen a los desesperados para quienes la ausencia de esperanza es su sufrimiento; se dirigen a gentes que la lucha sin fin ha rechazado o ha quebrado, y que aspiran a “salir”. Las doctrinas que predican la acción en el desprendimiento y el entusiasmo sin esperanza, se dirigen a los fuertes; a los que la lucha, incluso “inútil”, no fatiga nunca; y que no tienen necesidad ni de la visión anticipada de un paraíso después de la muerte, ni de la visión de un “mundo mejor” para sus hijos y nietos, para actuar con celo y hasta el final, según lo que es, para ellos —los fuertes— el deber.
A veces incluso, si su alma es menos compleja, es decir menos dividida contra ella misma, el agente que presiente, que sabe cuál será el ineluctible curso de los acontecimientos, se decidirá —y esto, sin necesidad, para él, de “deliberar”— a favor de la acción más inútil desde el punto de vista práctico. El último rey de los ostrogodos en Italia, Teya, sabía que en adelante, a los suyos les sería imposible permanecer siendo los dueños de la península itálica. Esto no le impidió lanzarse sin la menor duda a la lucha contra Bizancio y encontrar, en la famosa “batalla del Vesubio” —en el año 553— una muerte digna de él. Se le atribuyen unas palabras históricas, que, aunque no las hubiera pronunciado efectivamente, explican bien su actitud: “Para nosotros, no se trata de abandonar o de no abandonar Italia; se trata de abandonarla con o sin honor”. Son palabras de un señor y… palabras de un hombre “contra el tiempo”, es decir vencido por anticipado en el nivel material.
Los fuertes no tienen necesidad de la ayuda de la esperanza para realizar lo que les dicta el sentido del honor, el cual es siempre la conciencia de una fidelidad:
A un jefe, o a una idea, o a ambos, y también la conciencia del deber que dicha fidelidad implica. Incluso, con pleno conocimiento de que el porvenir se les escapa, que su verdad bienamada permanecerá en lo sucesivo en las catacumbas, y esto, indefinidamente, los fuertes se decidirán por la acción, inútil, ciertamente, pero honorable; por la acción bella, hija de todo lo que hay de más permanente, de lo más fundamental en su “yo” de señores, acción de la cual ellos serán rigurosamente responsables y que jamás lamentarán, porque esa acción es “ellos” mismos.