LOS SOLDURIOS
Entre los iberos, como entre los germanos y los celtas, existió una institución social artificial, no fundada en la sangre sino en una relación personal libremente contraída de fidelidad y servicios recíprocos, creada preferentemente para la guerra.
Una forma especial de ese vínculo entre los iberos, especialidad originada por un fin que no aparece en la forma genérica, la devotio, fue arrancada por los celtistas al medio ibérico[1] y aclimatada en las Galias como celta, por una mala lectura que de César hizo Nicolás de Damasco[2]. Dos historiadores, uno de la antigua Galia[3] otro de la España primitiva[4], la han restituido a su verdadero e indudable origen ibérico.
Las analogías de contenido que existen entre la devotio y el comitatus germánico, ya notadas por Glasson[5] , que aproximó demasiado ambas instituciones, fueron destacadas con tanta habilidad, con tanta finura, que se pudo llegar a una casi perfecta o por lo menos sugestiva apariencia de compenetración entre ambas formas de clientela militar. Fue ésta la obra de una necesidad dialéctica de Fustal de Coulanges, en su posición de negativa frente a la hipótesis germánica, que encuentra el primer germen del feudalismo en el comitatus. Admitiendo el celtismo de la devotio, deformó ingeniosa y sutilmente la forma de la clientela germánica para identificarla con la ibérica, insistiendo, para lograrlo, en el valor del papel con que la religión intervino en su institución por medio del juramento[6] , que en ambas fue no una fortificación de la fidelidad, como aparece en el comitatus sino el modo de instituirlas, lo que destruía las diferencias- de forma entre dos instituciones tan próximas en la mayor parte de su contenido[7].Otros, como nuestro Hinojosa[8] afirmando la analogía de la devotio, en su aspecto social, con el comitatus, o negándola, como Flach[9] , ven, respectivamente, en ella, una institución de hermandad o de amistad recíproca, propia de todos los tiempos y de todos los pueblos, en los cuales la debilidad del Estado hace buscar a los hombres la seguridad necesaria en un lazo social, que entraña recíproca protección y asistencia, primero entre familiares, luego entre extraños, atraídos por 1a. amistad, hija de la simpatía, a formar parte de la familia por medio de una ficción jurídica.
Para fijar lo más exactamente posible el concepto de la devotio, se hace preciso, ante todo, intentar conocer, en la medida de lo posible, algo de la clientela militar ibérica en su forma genérica, con el objeto de determinar si es efectivamente o no aquélla una forma específica de la clientela militar.
Contadas son las referencias que de la clientela ibérica, en general, hacen los escritores clásicos. Expresamente habla Tito Livio de los clientes de un joven príncipe celtíbero, Allucius[10] acaso puedan estimarse como tales aquellos cinco filoi que formaban la comitiva que siguió a Retógenes Caraunio a su salida de Numancia, en busca de auxilios para la ciudad asediada[11] acaso también algunos de los que por su mandato se dieron la muerte en los últimos momentos de resistencia de aquella ciudad. Todo ello es, en verdad, muy poco, no ya para pretender ver tales o cuales formas de clientela, sino aun para formar un conocimiento’ exacto del carácter de esa institución; sólo con estos datos apenas si puede hacerse otra cosa que afirmar su existencia, y dentro de una área geográfica bien limitada. Hay que intentar llevar la investigación por otro camino: el atrayente y peligroso camino de la hipótesis, al que conduce en este caso la- observación de algún pacto- concluido por un general romano- con hombres iberos, y sobre el que no ha recaído la atención debida. Ante todo, conviene recordar una nota característica del pueblo ibero, señalada sagazmente por Niebuhr y reforzada con acierto por Schulten, uniendo a los ejemplos antiguos otros que prueban su continuidad en determinados momentos de nuestra historia contemporánea: la del extraordinario poder de atracción que sobre el ánimo- de los iberos ejercieron las cualidades personales . No importó que quien estuviera adornado de ellas fuera de distinto origen; junto; a Viriato, seguido por hombres de muy diversas gentes, encontramos a Escipión y, sobre todo, a Sertorio, romanos; éste tan popular y querido como lo fuera el jefe lusitano.
El pacto al que se hace referencia es el concluido entre Escipión y el régulo ilergete Indíbil, poco después de abandonar éste el partido de los generales cartagineses, a causa de los atropellos de que le habían hecho víctima. Conforme al relato que de este hecho hace Polibio, se instituyó entre ambos, mediante la juramento, un tratado de amistad y de alianza[12], concluido no con carácter transitorio sino permanente que obligaba a Indíbil a prestar su ayuda a Escipión. Esta es la concepción romana. ¿Concordó con ella absolutamente la del régulo ibero? ¿Vio él en el pacto lo mismo que veía un romano-? Un primer elemento de juicio lo ofrece la extraña actitud tomada por Indíbil el día de su presentación ante el general romano: lo primero que hizo fue arrodillarse ante él; luego proclamarle rey. No es esta actitud de Indíbil un hecho aislado-. Más adelante cuenta el mismo escritor que antes que él habían hecho lo mismo Edeco después de ellos aquellos millares de iberos a quienes dio Escipión la libertad sin rescate, después de la batalla, de Bécula. Esta ceremonia, pues, nueva para un romano, no lo era en el Levante español: no fueron sólo dos régulos, uno ilergete, otro edetano, sino que fueron muchos millares de hombres los que la practicaron. Actualmente conocemos la extrañaba y, más aún, el escándalo con que un romano la presenciara y un griego del círculo de sus amigos la refiere; pero desconocemos lo más importante: la idea oculta tras de ella, el valor que para un habitante de la Iberia —strictu sensu— tuvo esa solemnidad.
Puede intentarse explicarla penetrando a fondo en la vicia de ese pacto-; ello es posible merced a las noticias transmitidas por Tito Livio, y a la vez perseguir de cerca la concepción ibérica de la relación entre ambos jefes. Por dos veces faltó Indíbil a la fe jurada, las dos en condiciones análogas: una luego de llegarle la falsa noticia de la muerte de Escipión, otra cuando- éste abandonó definitivamente la península; es decir, cuando aquel con quien se ha establecido una relación desaparece de la tierra 4. ¿Es que, acaso, se trataba de un lazo personal? Ciertamente que tras de Escipión existía el Estado romano, y conforme a la reglamentación de las convenciones públicas hubo de expresársele a Indíbil que pactaba con un pueblo, y no con un hombre; idea, por otra, parte, no extraña en Iberia, en donde la federación de ciudades existía; y que no- por faltar el hombre terminaba la vida del pacto. Sin embargo-, tal idea aparece a lo- largo de las relaciones de ambos personajes muy en segundo término-, y oscurecida por la otra de un lazo puramente personal, desde el momento de su institución hasta el de su extinción. Tal carácter, tan de acuerdo con una de las características del pueblo ibero, la atracción ejercida por una personalidad fuerte, se acentúa con la actitud tomada por Indíbil en el momento- de percatarse de la falsedad de la muerte de Escipión; su primera medida fue la de retirarse de las tierras que había invadido luego mostrar cómo sus .acciones eran hijas de un error fatal que lo arrastró a la comisión de una acción ilícita. Acaba por destacarse claro, indudable, el carácter personal del vínculo que enlazó a ambos, en el relato que hace Livio de la presentación de los legados de Indíbil ante Escipión para excusar su actitud: desde el momento en que éste había aceptado la vida que le entregaron —Indíbil, Mardonio y sus connacionales—, al instituirse el pacto se entiende, su obligación era la de entregársela cuando la reclamara; más si así no lo entendía y les conservaba una vida que por derecho era suya, estrecharían más enérgicamente el vínculo, consagrándole su vida perpetuamente2. Obsérvese que en uno- y otro caso-, se habla de Escipión, no del pueblo romano; que, en uno y otro caso, el lazo se establece entre dos hombres, no entre un hombre y un representante de un pueblo, y esta interpretación queda fortalecida con la petición de Indíbil proponiendo la institución de un vínculo más estrecho con Escipión, de una consagración de la vida a perpetuidad, de una devotio. La concepción romana y la concepción ibérica del pacto no fueron, pues, coincidentes. Ahora puede explicarse la significación de los actos realizados por Indíbil en el momento de su presentación ante el jefe romano. Arrodillarse un hombre ante otro es reconocerse en situación de inferioridad, y la materialización de esta idea y de la recíproca de reconocimiento de una superioridad, fue seguida inmediatamente de otra que era un perfeccionamiento de aquel simbolismo ; saludar como rey, según Polibio, a aquel a quien se reconocía como superior y a quien se ofrecía la vida.
Queda por determinar la causa de la ruptura del vínculo’, determinada inmediatamente por la muerte o la ausencia de una de las partes contratantes. Podría explicarse por inquietud del ánimo, ávido- de aventuras; pero Polibio presenta a Indíbil como muy fiel a su palabra y muy constante en su fe; tanto, que mientras permaneció en el partido de los generales cartagineses llegó a perder su reino, y no por eso- los abandonó. La misma línea de conducta siguió con el general romano en tanto que no lo creyó muerto o no- abandonó España para siempre. Además, la fidelidad de Indíbil no es una nota excepcional entre los primitivos españoles, es una característica, y la fidelidad aparece robustecida cuando se ha prestado a un hombre de cualidades excepcionales, e Indíbil marchó hacia el general romano atraída^ por la fama de su poder, fortuna en las expediciones militares y generosidad, de la que había sido clara prueba la devolución sin rescate de las familias de jefes iberos que la toma de Cartagena había puesto en sus manos, y de la que el mismo régulo ilergete gozó tan pronto se puso en relación con él, recibiendo de sus manos las mujeres de su familia. Conviene, por otra parte, examinar la ruptura del vínculo que uniera a Indíbil con los generales cartagineses. Nunca, ni en la próspera ni en la adversa fortuna, los había abandonado, y esta constancia fue de gran valor para ellos en sus campañas contra los romanos. A raíz de la derrota de Gneo y Publio esa adhesión fue premiada por Asdrúbal, hijo de Ciscón, con la exigencia de crecidas sumas y con la obligación de entregar sus hijas en rehenes. Sobre esto- sufrieron todo género- de injurias, y lo mismo que él los hombres de su pueblo. Esta actitud le llevó a la ruptura del pacto, ya perfeccionada por él antes de proceder a la separación material del general púnico, poniéndose bajo el amparo y suplicando a lo-s dioses venga-dores de los hombres, a quienes su debilidad no les permite recha-zar la fuerza y las injurias padecidas . En la ruptura, pues, de los pactos concluidos con los generales cartagineses y con Escipión se advierte un móvil análogo-: el de que el pacto se considera extinguido por parle de Indíbil tan pronto como cesa la protección por la otra parte contratante. En el primer caso, esa falta de protección se exterioriza por la comisión de actos abusivos por parte del protector; en el segundo, por su muerte o ausencia.
A nuestro juicio, aparece aquí, indudablemente, un aspecto de una forma genérica de clientela militar en la España primitiva de la cual se conocen: una parte de la ceremonia de la institución del vínculo, el deber de protección del patrono hacia el cliente, la obligación de asistencia militar por parte de éste y algunas causas de la ruptura de la relación de clientela: falta de protección expresada por la retirada de apoyo al cliente y exigencias inmoderadas que conviertan la clientela en tina carga demasiado’ gravosa para el cliente. La única garantía del cumplimiento- de las obligaciones pactadas se hallaba en la fe jurada. La exigencia de garantías distintas, la de rehenes, por ejemplo, alteraba por completo el valor del vínculo, convirtiéndolo en una verdadera servidumbre.
Recogidos estos restos de una clientela militar en la España primitiva, puede pasarse a fijar el concepto en la institución asimilada por Fustel de Coulanges al comitatus y a determinar si es o no una forma específica de la clientela militar ibérica.
Los escritores romanos la denominaron devotio, sin que haya razón para afirmar que la confundieran con la suya. Los escritores griegos la designaron con una expresión análoga a la romana. César conservó el nombre ibérico que llevaban entre los aquitanos los devoti, soldurii. Todos los textos en que los escritores de la antigüedad clásica hacen mención de ella han sido reunidos por Schulten. Siempre se han reducido a una unidad de interpretación, y consecuencia de ello ha sido una idea incompleta de la devotio. Es que la atención ha sido atraída en el sentido de la muerte que se daban los soldurios cuando caía en el combate el jefe al cual habían consagrado su Adda. En la devotio Hay esto, efectivamente; pero no sólo hay esto, hay más. Los textos pueden clasificarse en dos grupos: uno que dice lo indicado, otro que dice otra cosa, otra cosa que no se halla en oposición con lo dicho por los otros, pero que es distinto y que permite conocer en su integridad la devotio ibérica. En el primero han de incluirse los de César[13] , Salustio[14] y Plutarco; en el segundo, los de Estrabón, Valerio Máximo y Dion Casio. Todos los escritores que forman aquél dicen, efectivamente, que los consagrados o sometidos a un jefe se dan la muerte cuando éste la recibe. De los otros, uno —Valerio Máximo— refiere algo análogo-: que consideran ilícito el sobrevivirle, y añade, de acuerdo con los otros dos, que los soldurios consagran su vida por la salvación de aquel que toman por jefe.
Se ha dicho que no hay razón para afirmar que los romanos confundieran su devotio con la ibera, como dice Schulten que las confundieron: la unidad de denominación hubo de proceder de las analogías que existieran entre ambas. Ahora, la idea de un aspecto de la romana, por no destacar claramente sus diferencias de la ibérica, ha influido demasiado la concepción actual de esta última.
Es sabido que la devotio romana es una clase especial de votum. Las diferencias características entre ambos son, según Wíssowa[15], la recepción del voto por los dioses ultratelúricos; el ser objeto de las promesas vidas humanas, cuyo aniquilamiento da lugar al cumplimiento de la devotio; el no cumplirse la promesa en el momento de hacer el voto sino en el porvenir, cuando la divinidad acepta las vidas ofrecidas, quedando entonces obligada a la reciprocidad del cumplimiento. El empleo de la devotio se halla exclusivamente en la guerra; su fin es el aniquilamiento del enemigo. El ritual usado para su establecimiento, conocido solamente en su forma primitiva, no tiene aquí interés. Junto a esta costumbre primitiva aparece otra, que difiere esencialmente de ella y es la consagración de un territorio enemigo a las divinidades infernales. En ambos casos se prescribía la recitación de determinadas fórmulas —precatio, solemnia, carmen, certa verba —para atraer a los dioses- subterráneos a la intervención. El abandono de vidas humanas a esas divinidades llegó a convertirse en una maldición, y tanto la cesión como la fórmula mágica pronunciada para que tuviere efecto aquélla, fueron designadas con el nombre de devotio. Las fórmulas mágicas escritas fueron muy numerosas en la antigüedad griega y romana; recogidas por Wuensch principalmente, han sido utilizadas para la historia del Derecho por Huvelin. En España es conocida la fórmula imprecatoria de esta clase dirigida a la diosa Ataecina de Turibriga. En todos estos aspectos de la evolución de la devotio romana hay un elemento común: el de pactar el aniquilamiento de un enemigo; en la ibérica no hay nada semejante; por eso no era posible la confusión entre ambas.
El valor intrínseco de aquellas fórmulas producía, fatalmente, el resultado que el recitador deseaba, y en este aspecto es en el que la idea de las devotiones clásicas penetró en los historiadores modernos la de la ibérica, y así hablan Fustel de CouIanges y Jullian, de juramentos, de fórmulas que formaban una cadena mágica entre quienes los pronunciaban, adhiriéndolos por toda una eternidad. Obsérvese que esta eternidad del vínculo que ligaba a los soldurios con su jefe fue influida no por la devotio romana, sino por la noticia que da César de los clientes galos que habían de inmolarse en la pira en que ardía el cadáver de su patrono. Así, pues, resultó que, mezclando elementos de dos procedencias distintas, una romana y otra celta, con el elemento puramente ibero, se explicó la devotio en la España primitiva; y aun cuando el concepto de la institución, cuya interpretación se buscó de esa manera, hubiera llegado a fijarse exactamente, no era ése el mejor camino.
En la devotio ibérica se observan, desde luego, dos elementos integrantes: el uno puramente social, que la pone en íntimo contacto con la clientela militar; el otro que hunde sus raíces en la conciencia religiosa, tan oscura hoy, de nuestros más remotos antepasados y del cual toma el carácter específico que la diferencia de aquélla.
Vínculo basado, como toda forma de clientela, en una imitación del lazo familiar, se advierte en él el fondo genérico de asistencia recíproca: por parte del jefe de los soldurios, la obligación de alimentarles y vestirles; por parte de éstos, las de no abandonarle en la próspera ni en la adversa fortuna , cubrirle con su cuerpo en el combate, ponerle a salvo del peligro -en los momentos críticos de la batalla, tal como se ve lo cumplen los devoti de Sertorio en un trance difícil. Adviértase que no se trata de una forma de hermandad como dice Flach, interpretando la palabra condicio, del texto en que César habla de los soldurios de Adiatuno, régulo de Sotiates, en el sentido de compromiso recíproco, de acuerdo con la etimología de ese vocablo. En la cláusula: “Quorum haec est condicio…” Con el término condicio se trata de exponer no un acto de reciprocidad sino de indicar cuál fuera el estado, el destino, la misión de los soldurios respecto de su jefe. En este aspecto la devotio puede compararse sin esfuerzo con el comitatus o con cualquiera otra forma genérica de clientela militar, en cuanto a los derechos y deberes de patrono y clientes, y .aun, en otro orden de ideas, pueden hallarse otros rasgos comunes: como el de que soldurios y hombres de la Gefolge eran hombres de armas de su jefe, no del Estado; como el de que la .subordinación hacia el jefe, de los hombres que componían su guardia, era ilimitada.
Queda indicado’ que el otro elemento que integra la devotio ibérica es de índole religiosa. El último momento de la evolución de la devotio romana arroja tan viva luz sobre la esencia de la institución ibera que, gracias a él, se puede llegar a conocerla íntegra y completamente. Es sabido que en los primeros tiempos del Imperio el término devotio se encuentra con el significado de ofrecimiento de la propia vida para lograr la salvación de otra, y que este uso no es originario de Roma, sino de Iberia. Así Dion Casio refiere que Sextus Pacuvius Taurus se ofreció» por el Augusto y aconsejó a otros que hicieran lo mismo, imitando la costumbre de los iberos. He aquí, -el elemento diferencial que distingue a los soldurios de los ¡otros hombres puestos en patronato: la consagración de sus vidas por la salvación de la del jefe. Los móviles de esta oblación de la vida hubieron de tener un fundamento casi exclusivamente psicológico. Se ha negado- rotundamente la existencia de ese factor argumentando en el sentido de que el desinterés y el sacrificio son cosas tan excepcionales en las antiguas saciedades como- en las modernas; de que la fidelidad y la consagración eran, simplemente, la consecuencia de un pacto entre dos hombres, los cuales se necesitaban recíprocamente. Hay en esta argumentación una rígida aplicación de los factores generales que engendran la formación de la clientela, de tal manera rígida, que la iniciativa individual se encuentra fatalmente determinada por motivos de índole económica y de necesidad de protección. En las civilizaciones no homogéneas la acción de las grandes personalidades es muy enérgica,, la atracción que ejercen sobre la sociedad en que actúan es enorme: acaso sea el español el pueblo- mejor capacitado para percibir esta idea, siempre viva a lo largo- de su historia, unas veces bajo la forma de un deseo, otras, las menos, hecha carne; y -cuando esto último acontece los jefes populares son objeto- de la exaltación y de la confianza más ilimitadas, son seguidos con la más ciega de las disciplinas. La costumbre ibérica que, al ser trasladada a Roma, se transformó en una baja forma de adulación primero —-que a veces pudo conducir a un trágico desenlace; así P. Afranius Potitus, viendo exigido por Calígula el cumplimiento- de la promesa hecha de su vida por la salvación de la de él—; y luego, en una fría forma oficial de ofrecimiento por la salvación del Emperador, fue entre algunas tribus iberas un medio- de mostrar adhesión y amor hacia el que en medio de ellos ascendía, por sus claras cualidades personales, a convertirse en centro- de atracción de voluntades humanas. Si un vasallo del Cid, un guerrillero del Empecinado o- un soldado de Zumalacárregui hubiesen creído, como- sus antepasados iberos, que ofreciendo su vida por la de su caudillo aceptaba la muerte la sustitución, no hubieran, vacilado en hacer la ofrenda.
El ofrecimiento de una vida para lograr la salvación de’ otra supone la creencia en una divinidad de la muerte, cuya, actuación, si no puede detenerse, es susceptible de ser desviada de manera que su golpe alcance a otro u otros que al que, sin esta interposición, caería como víctima suya. La vida del jefe se encuentra más que ninguna otra expuesta al trance fatal y tal exposición no sólo’ como- efecto de que el enemigo, durante la pelea, había de dirigir sus golpes con preferencia contra él, sino porque podía comprometer por medio de la intervención de un elemento mágico a las potencias sobrenaturales para que arrebatasen aquella vida. El medio de desviar la acción de estas potencias así atraídas, era el de establecer una relación contractual con ellas para obligarlas a que, en el momento de su intervención, aceptasen el sacrificio de la vida que se les ofrecía a cambio’ de otra.
¿Cuáles eran los nombres de esas divinidades entre las tribus iberas y celtíberas? He aquí una pregunta a la que no puede darse contestación. Se ha hecho antes mención de una diosa infernal, Ataecina turibrigense, que aparece en una defixio; pero ese nombre no se encuentra entre las tribus a cuya región se halla circunscrito este estudio’, así que se desconoce el que entre ellas llevaran esas divinidades. ¿Eran divinidades celestes o ultra telúricas? Como la anterior queda incontestada esta pregunta; únicamente ateniéndose a lo que sucedía en la devotio romana podría concluirse que eran divinidades infernales, pero ni una sola noticia directa ni indirecta.
Otro problema es el del ritual del establecimiento del contrato entre el hombre y la divinidad para conseguir la salvación de la vida del jefe, para cuyo conocimiento se carece también, totalmente, de indicaciones. Seguramente que el soldurio pronunciaría fórmulas para atraer a las divinidades infernales a la acción, deseada. La existencia de fórmulas mágicas para alcanzar la intervención de las potencias sobrenaturales está probada en el Oriente de la España primitiva por dos textos de Livio: uno- ya conocido, que transmite la noticia de una devotio penal, aquel en que relata cómo Indíbil invoca a los dioses para que castiguen al general cartaginés que le había hecho víctima de su mala fe junto! con los hombres de su pueblo; el otro cuando cuenta cómo los de Astapa, al dejar en la plaza pública una guardia con la misión de incendiar las riquezas y acuchillar las mujeres y los niños y exhortarla a que no incumpliesen su misión, añadieron: “exsecratio dira”, para el caso en que el temor le impidiese realizar el mandato» Se halla aquí una devotio condicional que entraría sólo en vigor en el momento en que la guardia dejara de cumplir con su obligación. Esto nos enseña que las potencias sobrenaturales ibéricas, al igual de la Némesis y de los numina sólo salían de su indiferencia por el recitado de fórmulas, y que, al igual de ellos, vengaban el incumplimiento de las obligaciones.
En resumen: el hombre que entró a formar parte de la numerosa comitiva de soldurios que seguía a un jefe célebre, a las obligaciones emanadas de la constitución del vínculo de la clientela de armas que libremente instituía con su patrono, añadía la de ponerse, en ciertas condiciones, a la discreción de las divinidades para, por esta consagración, tan pronto tales condiciones se cumplieran, peligro de muerte del patrono, la divinidad sacrificara su vida, salvándose de esta suerte la amenazada. Así, pues, la devotio ibérica satisfacía en beneficio del patrono un doble fin. En las sociedades primitivas una de las necesidades más vivamente sentidas de parte de los jefes es la de disponer de una fuerza guerrera exclusivamente suya, sobre cuya fidelidad puedan descansar y de cuya protección puedan esperar la seguridad de sus personas; este fin lo llenaban los soldurios; y por otra parte, con la consagración de su vida alejaban el temor de que ocultas ceremonias mágicas atrajesen la muerte sobre el jefe.
Una vez definido el elemento religioso peculiar de la devotio ibérica que la diferencia de las otras formas de clientela de armas, se ofrecen dos cuestiones, a saber: cuál fuera el ritual de institución del vínculo entre el jefe y el soldurio, junto con el papel que pudo caber en él a la religión, y cuál la causa de la muerte obligatoria de los soldurios después de la de su jefe y en qué condiciones pudo ser obligatoria.
Seguramente que los actos realizados para la institución de esta especie de la clientela de guerra ibérica fueron los mismos que los señalados más arriba, al tratar del pacto- concluido entre Indíbil y Escipión: presentación del cliente al patrono reconociéndolo como jefe, aceptación por parte de éste de la persona de aquél. Acaso- las solemnidades que acompañaran a estos actos fueran las mismas o análogas, ya que, siendo los mismos los actos, no había que variar el simbolismo: arrodillarse o prosternarse y proclamarlo jefe. Al llegar aquí se presenta una dificultad. ¿Cómo intervenía la religión en el perfeccionamiento de ese lazo? ¿Acaso, corno se ha dicho, por medio de un juramento de tan extraño poder que fundía en una sola las personas de que hacía la oblación de sí mismo y del que la recibía? Indudablemente la fe prometida fue fortificada por la prestación de un juramento. Se ha visto que así sucedía en el pacto antes citado-, ahora que tal juramento1 ni tenía más fuerza en un caso que en otro, ni obligaba a más tam¬poco1. La causa de apoyar tanto sobre su fuerza ha nacido de no explicar rectamente el término devotio j interpretado en el sentido del ofrecimiento que hacía un hombre a otro para el día en que tuviera necesidad de su vida, perteneciendo desde ese momento’ por completo a él y siendo- su muerte, en el caso de sobrevenir la del jefe, consecuencia de la obligación religiosa contraída. Se ha visto- que la devotio era un contrato independiente del que se concluía con el jefe, que expresaba la relación establecida entre un hombre y la divinidad en favor de una tercera persona, la cual para nada tenía que intervenir en la institución del pacto. En cuanto a la consideración, por parte de los soldarlos, de la ilicitud de la vida una vez muerto el jefe, pronto se va a ver que respondía a otro orden de ideas, teniendo un origen distinto del de la institución de la devotio.
Suponiendo que no sea consecuencia de la devotio, instituida exclusivamente para salvar la vida del jefe, la ilicitud de- la vida de los soldurios, ¿a qué orden de ideas obedecía y cuál era su causa? Para un hombre de hoy resulta extraño*, acaso incomprensible, este sacrificio de la vida; sin embargo, no es raro encontrar entre los hombres de la España primitiva el suicidio. Los escritores de la antigüedad presentan a esos hombres esperando la muerte violenta con íntima alegría y siempre prestos a ofrecerse a ella en determinados momentos. Este desprecio’ de la vida, según ellos, lo engendra el valor y se desenvuelve en el ambiente de lucha continua en que viven las tribus. En el tiempo actual se habla del fanatismo en la defensa de la patria propia a nuestro pueblo. Todos los suicidios se pliegan dócilmente a esas explicaciones; por lo general, tras la mención del hecho surge el comentario de la inutilidad de la vida sin las armas, o al hablar de la íntima unión que entre ellas y los hombres se percibe se habla de su profundo des¬precio hacia la vida. Hay, pues, una unidad causal, una suerte de necrofilia ibérica. Así Silio, describiendo el carácter de los españoles, ensalza el esfuerzo de su ánimo para acelerar el fin de su vida: “properare facillima morte”así, luego de hablar de la resistencia física de los cántabros, buscándole un paralelo en el orden moral, muestra a los caducos despeñándose al sentirse inútiles para la guerra. De igual manera Tito Livio, tras de contar cómo muchos de los desarmados por Catón se dieron la muerte, dice que obraron de tal manera porque no podían vivir sin guerrear.
Notando en qué momentos se buscaba voluntariamente la muerte, es posible intentar un ensayo de sistematización de esos suicidios.
De los textos citados de Silio, rebajando lo que en ellos haya de generalización poética, y del de Tito Lirio, resulta que la separación de los guerreros de las armas, por lo avanzado de la edad o por una imposición, constituía una causa de privación de la vida, causa que, según el pasaje del historiador romano, no existía para todos los desarmados, ya que no fueron todos los que se dieron la muerte, sino muchos, y que era, según se ha visto-, la de no poder vivir sin guerrear.
Otro motivo- para el suicidio- fue el de no caer en manos del enemigo. Son los guerreros los que se dan la muerte a sí mismos, como hicieron los que seguían a Tangino al caer en manos de Pompeyo; son las madres de los bracarenses- las que dan muerte a sus hijos para librarlos del cautiverio; es un hijo-, en aquel terrible episodio que cuenta Estrabón de un joven cántabro, quien por mandato- de su padre dio muerte a toda la familia encadenada. No sólo son unos guerreros o una familia los que se entregan a la muerte: es toda una clientela la que, por mandato del patrono-, marcha hacia la muerte, como la de Retógenes Caraunio, en Numancia; es toda una ciudad: así Astapa.
Así, pues, el suicidio fue del hombre aislado o del grupo- social. Las causas, la imposibilidad de manejar las armas, el no caer en manos del enemigo. Este sacrificio no existió en todas las tribus de la Península y aun dentro de las que la practicaban no todos llegaban a tan desastrosa fin: en Sagunto, no todos los habitantes se suicidan; en Numancia, algunos de sus habitantes, débiles, extenuados, se entregan al vencedor. En unos casos se debió el suicidio a la propia voluntad; en otros, la voluntad era determinada por el mandato- de un jefe o por el acuerdo de la comunidad. La causa que determinó la muerte de los hombres separados de las armas, no siendo satisfactoria la del no poder vivir sin guerrear, es desconocida; únicamente puede pensarse, relacionando- las ideas de la separación de las armas y de la muerte, que entre el hombre y ellas existía un vínculo- inquebrantable, cuyo- rompimiento conducía al sacrificio de la vida. El darse la muerte para no caer en manos del enemigo’ pudiera relacionarse con la idea de la impurificación por el contacto de aquél.
Arrojan los pocos datos expuestos acerca del suicidio entre las tribus de la España primitiva un doble elemento de juicio en relación con el conocimiento- de la devotio ibérica; de una. parte que la idea de la muerte de los consagrados no es algo que pueda extrañar, pues el suicidio- no es raro, sino, por el contrario, frecuente; de otra, relacionando la zona de restricción del suicidio- dentro de las gentes que lo practicaban con los textos de Servio, César, Valerio Máximo- y Plutarco, sobre todo con el de César, cuando habla de que no- había memoria de que los soldurios se hubiesen resistido a la muerte caído el jefe, que es preciso limitar esa idea de la generalidad en la práctica. Al hablar de una institución, al estudiarla, existe la tendencia a figurarse un orden de cosas estable lo que sólo es una abstracción. Esa tendencia aumenta al tratar de una institución primitiva para cuyo conocimiento- los datos escasean, y tal inclinación, por otra parte tan necesaria, se ve contradicha constantemente en la vida, por lo que se hace preciso contrarrestar la una con la otra.
El suicidio de los soldurios al morir su jefe constituía una obligación, según se deduce del texto- de Valerio Máximo al decir que consideraban ilícito sobrevivirle se deduce del texto de Valerio Máximo: “nefas… supererse”. Hay una doble ofrenda de su visa por parte del cliente: una a las divinidades para que aceptasen su vida a cambio de la de su patrono, y la otra a éste para que su cuerpo sirviera de escudo en el campo de batalla, no se deduce la obligación del suicidio en caso de cualquier muerte; de la primera consagración, ninguna; la divinidad no ha aceptado- la sustitución y la no- aceptación no- puede engendrar ningún deber para el ofrecido; de la segunda, tampoco, pues la obligación de defenderle de la muerte en el combate no tiene ninguna aplicación. Así, pues, la ilicitud de sobrevivir queda reducida al caso- de muerte violenta, que es la única que puede presuponer un incumplimiento- del deber de defensa por parte del cliente.
En efecto, una de las principales obligaciones del soldurio fue la de defender la vida del jefe, según ya se ha indicado- lo practicaron los de Sertorio-. Refiere Plutarco- que durante un combate el general rebelde, rodeado por los enemigos, se hallaba próximo a perecer; los hombres de su comitiva lo- tomaron sobre sus hombros exponiéndose a la muerte, y pasándolo de uno a otro lograron ponerlo a salvo. Sólo cuando hubieron conseguido esto pensaron en salvar sus propias vidas desbandándose. Hay un pasaje de Tito Livio del que puede inducirse la muerte de los consagrados en derredor de su jefe. Marcharon los romanos a castigar la última defección de Indíbil, quien se vio obligado a aceptar la batalla. Cuando Cornelio Servio cayó sobre la caballería que formaba en la retaguardia del ejército confederado de ilergetes y ausetanos, la infantería comenzó a flaquear. Indíbil, a la vista de la vacilación de sus hombres, se arrojó allí donde el ataque era más violento, seguido de un cuerpo que le rodeaba; la lucha se mantuvo- sin flaqueza por parte de los españoles; herido mortalmente el rey, ni uno- solo de los que le rodeaban abandonó su puesto; todos, uno a uno-, fueron cayendo1 bajo los golpes del enemigo- junto al cadáver de su jefe, mientras el ejército, deshecho1, huía a la desbandada.
La muerte del jefe en el combate aparece como consecuencia del incumplimiento, por parte del soldurio, de aquel deber derivado de la institución del vínculo de la clientela de guerra de guardar la vida del patrono, de lo que se deduce la culpabilidad del cliente. Si se tiene en cuenta, en relación, con esa idea, la de que el lazo que unía a los dos hombres era lo mismo para la próspera que para la adversa fortuna, resulta que el orden jurídico- creado por ambas partes había sido quebrantado en provecho de una de ellas, por lo que se hacía necesario restablecer el equilibrio roto. De este orden de ideas ha de derivar la ilicitud de la vida del soldurio. Supone esto que la noción del deber en la España primitiva iba unida a una idea religiosa derivada de la ley de fatalidad, concepción que se encuentra en muchos pueblos primitivos. Por tanto, el soldurio que dejó morir su jefe, de cuyas manos recibía beneficios, quedó obligado a restablecer el equilibrio roto- en su provecho dándose la muerte.
JOSÉ Mª RAMOS Y LOSCERTALES.
[1] Cf., p. e., DOTTIN, Manuel de l’Antiquité Celtique, 238,
[2] SCHULTEN, Numantia, I. Die Keltiberer und ihre Kriege mit Rom, .206.
[3] JULLIAN, Hist de la Gaule, II, 77 sigs.
[4] SCHULTEN, ob. y pag. cits., nota 11.
[5] Hist. du Droit et des hist. de la France, I, 105.
[6] Sobre el valor del juramento en la Gefolge germánica, cf. Fehr, Deutsche Rechisgesch, I, 7.
[7] FUSTEL DE COULANGES, La Gaule romaine, 38. Más especialmente en Les origines du système feodal, 12 sigs. y 194 sigs.
[8] Hist, del Der. Español, I, 69. Hinojosa hizo aquí una aplicación, de la doctrina de Tamassia en su obra I’Afratellamento. Turín, 1886.
[9] Les origines de I’ancienne France, I, 59.
[10] TITO LIVIO, XXVI, 50.
[11] APPIANO, Ibérica, 99.
[12] POLIBIO, X, 37, cf. XI, 29, y TITO LIVIO, XXVII, 17.
[13] “Adíatunnus cum sexcentis devotis quos illi soldurios appellant, quorum, haec est condicio, ut ómnibus in vita commodis una cum iis truantur quorum se amicitiae dediderint; sí quid his per vim accidat, aut eundem casum una ferant, aut sibí mortem conciscant; neque adhuc hominum memoria repertus est quisquam qui, eo interfecto cujus se amicitiae devovis- set, mori recusaret” CÉSAR, De B. G., III, 22.
[14] “traxit hoc (Virgilius) de Celtiberorum more, qui ut in Salustio legimu se regibus devovent et post eos vitam refutant. ” Servius, Ad Georg. 4, 218.
[15] Rea-Enciclopädie, art. “Devotio”. Ch. BOUCHÉ-DECLERQ en Dict. des Antigaités Grec. et Rm art. “Devotio”. MARQUARDT, Le Cult ches les Romains. I, 334 sígs., en Manuel des Ant; XII.