El paganismo (los paganos) no viene de fuera a conquistarnos (eso hizo el cristianismo y quiere ahora hacer lo propio el islam); bien al contrario, nos está devolviendo en todo instante la otra cara de nuestro espejo: he aquí tu tradición, nos dice, síguela si te sientes movido a ello; y si no te sientes, síguela también, pues es la tuya y no encontrarás ninguna otra que lo sea igual.
¿Qué se mueve en vosotros cuando oís la palabra “paganismo”?
Es un término genérico, lo sé. Además, a fuer de repetirlo ha quedado en cierta medida anquilosado; pero también, digamos, blindado. Protegido, por ejemplo, de los desarrollos de la sacralidad a partir del tiempo de la Revolución de 1789, de la efervescencia de nuevas religiones sin fundamento alguno, de la confusión de la estética con la ética y de la ética con la estupidez. Hablar de paganismo como nueva manera de reformar y reformarnos en el mundo no es intentar subirse al carro de un nuevo grupúsculo o colectivo, sino sencillamente reconocernos como seres humanos con una capacidad trascendente (aunque sea la trascendencia de lo inmanente), depositarios de un legado cuya merma es constante por parte de los poderes públicos (y de quienes se hallan por encima de los públicos) y, sobre todo, sabedores de que sólo a partir de un arraigo con verdades esenciales y pretéritas podemos encajar en un territorio inhóspito, la Europa de hoy.
Deseo desarrollar estos tres puntos en el presente artículo, pues para que el paganismo vuelva a ser la religión europea mayoritaria (y, si los Dioses conceden, la única) no valen, en primera instancia, las llamadas a la afiliación a pequeñas sectas ni la voz de ningún pope. Nos encontramos todavía, a pesar del tiempo transcurrido desde nuestros orígenes y de una continuidad en muy pocos instantes interrumpida (si la referencia es la totalidad de tradiciones paganas), en un momento de ronroneo imperceptible, pero constante, en un rumor cuyos ecos empiezan a resonar entre las colinas, en los claros de los bosques, frente al amanecer del mar. El “algo se mueve” tan usual en todos los previos de una revuelta no tiene nada que ver con experiencias extrasensoriales o profecías. Tampoco con invasiones o verdades. El paganismo (los paganos) no viene de fuera a conquistarnos (eso hizo el cristianismo y quiere ahora hacer el islam); bien al contrario, nos está devolviendo en todo instante la otra cara de nuestro espejo: he aquí tu tradición, nos dice, síguela si te sientes movido a ello; y si no te sientes, síguela también, pues es la tuya y no encontrarás ninguna otra que lo sea igual. El paganismo, además, se incardina en una tendencia generalizada que busca en las raíces arrebatadas por las religiones del miedo la semilla a través de la cual reconstruirse, ajena a globalizaciones, internacionalizaciones o economicismos.
Carácter comunitario del paganismo
Una de las principales características del paganismo es su carácter comunitario. Siempre fue así. E incluso más: la no separación de espacio sagrado y profano en el vivir cotidiano de las gentes es lo más característico si atendemos no sólo a la tradición romana, sino también a la germánica, a la céltica o a cualquier otra. Los ritos eran diarios y aunque existían diversas figuras de sacerdotes, cualquier persona era libre de invocar, adorar o sacrificar a quien le pluguiese, improvisando la oración o repitiendo alguna de las estipuladas. De hecho, los días ne-fastos eran aquellos donde no había festividad alguna y por tanto no respondían a la misma exigencia de vínculo comunitario y cultural de todos los fastos. Pongo como mayor ejemplo la religión romana (de ésta se ha llegado a alabar su “ateísmo”, lo cual aún nos vincularía más a ella) porque es donde más semejanzas vemos entre muchos de nuestros ritos (o manías o atavismos) y ciertas formas religiosas de entonces. La continuidad maravilla en nombres de Dioses y Diosas (transformados en santos cristianos), en procesiones travestidas con ropajes galileos, en lugares de peregrinación que nos perviven de entonces o de mucho antes. La continuación incluso llega a lo paradójico de poder reivindicar una descristianización del paganismo para volver a comenzar a vivirlo. En cierto modo, el cristianismo sólo sería paganismo folclórico, teología robada del neoplatonismo y algunos condimentos semitas las más de las veces, a la hora de valorar la espiritualidad de la mayoría “cristiana”, prescindibles. O incluso aún peor: terribles, por ser el germen de una beatería insulsa y de un pacifismo insulso que niega al hombre su fuerza y su impulso de ser más.
Reivindicación pagana
Y aquí entra el segundo de los rasgos mencionados más arriba en esta reapropiación, pues a fin de cuentas proclamarse ahora pagano no es haber elegido (un europeo es pagano al nacer), sino haber despojado a las muestras sociorreligiosas actuales de todo lo accesorio con nombre de Cristo, limpiándolas. Así, reivindicar el paganismo es asumir también unos vínculos filosóficos para muchos tal vez ignotos (esa ligadura que une a Platón, a Plotino, a Proclo y a Damascio) donde se encuentra toda la teología cristiana aprendida en los colegios o reinventada por los sacerdotes y cuya originalidad radica en las aportaciones de los últimos representantes de la Hélade, aquellos pensadores de Roma, escritores en griego, que fueron copiados y manipulados salvajemente por depredadores sin tradición, sin bases filosóficas y sin cultura: los “padres” de las Iglesias cristianas.
El paganismo de los pueblos de lenguas neolatinas debería ahondar sus fundamentos en Grecia y Roma, pues cuanto sabemos de las etapas paganas más antiguas de Europa nos ha llegado, justamente, de nuestra civilización. Otras tradiciones son también valiosas, pero nuestro conocimiento de ellas o es predominantemente medieval (el odinismo o a la religión lituana, pueblo, no lo olvidemos, “cristianizado” en el siglo XIV) o si se remonta en el tiempo sólo es mediante observadores ajenos a esa cultura (los pueblos celtas y Julio César). De otras comunidades europeas, también hay vestigios y prolongaciones más o menos válidas y contrastadas, pero, repito, en ninguna nos encontraremos con la masa de saber y arte cuyo inicio está en Homero y Hesíodo y se prolonga durante más de mil años sin solución de continuidad. Y, esto es lo triste, tal caudal se encuentra en peligro de perderse para siempre. Reivindicarlo sería una primera toma de postura en la aceptación de un orden cultural y social imprescindible para que nadie nos robe cuanto nos corresponde. En este sentido, los planes de estudio donde la historia de Grecia y Roma es relegada a cuatro frases, el latín es voluntario y el griego clásico inexistente, donde, incluso en las facultades de Filosofía, Plotino es una nota a pie de página y de Proclo o de la última Escuela de Atenas ni se hace mención, donde el resurgir del paganismo gracias a Jorge Gemisto Pletón en la Grecia del siglo XIII quizá se menosprecia a propósito, a pesar de su influencia en la civilización renacentista (y una pequeña digresión sobre este término: “renacimiento”, sí, y no otro, porque la cultura grecolatina volvió a hallarse en la cima y a tomarse como modelo del saber y del creer; el Renacimiento no sólo son frescos en dependencias vaticanas o determinadas esculturas de tema bíblico, sino, sobre todo, un intento de volver a reinstaurar y hacer revivir aquella época, incluida la religión, por supuesto, en muchos de sus nombres más destacados), donde la historia se restringe a algaradas políticas, a derechos humanos y a invectivas patrioteras… Estos planes de estudio no van a ayudar a nada más que a sumirnos en la ambigüedad y dejadez previas a toda desaparición. Son signos apreciables en todas las decadencias: si se desprecia lo intrínsecamente propio, nada puede oponerse a quien de verdad manipula y quiere que olvidemos. Pues la verdad es ésa: alguien, en la actualidad, está anulando la fuerza de nuestra tradición, el vigor de nuestra historia, la verdad nacional más allá de los Estados.
El paganismo europeo, religión de masas
Y éste sería el tercer punto arriba definido: arraigarnos a nuestro suelo es arraigarnos a Europa, sin miedo alguno, sin complejos superpuestos, sin disculpas. Revitalizar el paganismo se halla inexorablemente ligado a un concepto imperial de Europa no como lugar de suma indiscriminada o de pactismos interesados tan sólo en el poder del capital, sino como contenido. Olvidemos ya el término “continente” para las tierras europeas, pues niega toda especificidad y todo ímpetu, subvierte el proceso de unión que se ha de establecer entre todos sus pueblos y deja de fijar unos contornos absolutamente precisos en sus límites. En esa Europa, de esa Europa, el paganismo entendido como proceso socializador, como religión de masas, como alta filosofía, habría de ser el vector. Y, repito, uno no se ha de convertir a nada, pues ya es ciudadano europeo y, en la antigua Roma, la pertenencia al Estado era la pertenencia a la religión del Estado; el bautismo (o la shahada islámica en los conversos actuales), por tanto, no hacía ingresar en una nueva religión, sino que separaba de otra, justamente de la propia.
En Europa, e incluso en la Magna Europa (EE.UU., Canadá, Nueva Zelanda…), hay un crecimiento del paganismo entre la población. Siendo países anglosajones la mayoría, buscan en el odinismo o en la tradición sajona más o menos adulterada sus puntos de anclaje. En las tierras de Hispania, es también Wicca, junto a Asatru y las hermandades druídicas, la que más adeptos está cobrando. Cualquier vía es buena si de verdad se persigue ese objetivo de profundizar en las raíces europeas. Al mismo tiempo, se ha de estar prevenido para huir de falsos folclores, de prácticas sincréticas (cosa diferente a realizar variedad de prácticas) o de dejarse tentar por el lado blando de lo sagrado encarnado en una New Age de angelitos, ensalmos y sonrisa de guitarrita santo santo es el Señor no a la guerra y dame paz.
La vía pagana en Europa es una vía religiosa, pero para redescubrir de verdad, en todos los sentidos, cómo establecer bases sociales fundamentadas de nuevo en la comunidad, la oración y el orgullo de formar parte de un pueblo determinado. Se ha de empezar desde donde uno pueda, incluso postrándose ante una piedra si ésta representa el vacío primordial de la materia y esa vía nos capta por completo (la vía de la nada, de la negación). No obstante, jamás se ha de dejar de ser consciente de cuál es nuestra tradición y que a ella, por encima de cualquier otra, nos debemos. El Panteón olímpico será siempre el lugar de nuestro refugio y hacia donde tenderán nuestros deseos. Y habéis de empezar sin demora.
Esta festividad del Solsticio de Verano, id al mar o a los ríos, desnudaos, saltad los fuegos, zambullíos en las aguas, invocad a Posidón y a Afrodita, bebed hasta embriagaros y cuando Helios sea visto de nuevo en el horizonte, honradlo con un cántico, haced el amor entre vosotros y reinventad la vida, pues sois, de esta tierra, para esta tierra. Estaréis siendo, ya, paganos: sin culpas, sin pecados, sin temor. Y, éste, sólo será el inicio del camino.
Que los Dioses os sean propicios.
Josep Carles Laínez