Ningún culto, ningún rito ha renacido, ningún templo se ha vuelto a alzar desde hace más de mil quinientos años. Por ello la noticia es tan impactante: «En España se ha levantado un templo a Thor, Odín y Frigga».
Nuestros templos fueron aniquilados (los aniquiladores sólo nos han dejado gloriosas ruinas, salvo el Panteón de Roma, convertido en iglesia). Nuestros antepasados fueron perseguidos y masacrados (en proporción incomparable, por cierto, con la de los mártires cristianos). Y pese a todo, pese al exterminio más sistemático que vieron los siglos, el recuerdo de los antiguos dioses no ha dejado de impregnar de algún modo —oscuro, las más de las veces; espléndido, alguna otra— el espíritu de Europa.
Más de mil años después de que el emperador Teodosio I proclamara su abolición en el año 380 (y bastante tiempo después en la Europa nórdica), los dioses renacían en el Renacimiento. En su arte, cuando menos. Desde entonces hasta el siglo XIX, tanto la pintura como la literatura europea (valga la redundancia, pues pocas más se conocen) dejó de representar las figuras y las historias de quienes vencieron a los dioses, para hacer figurar en lienzos y libros las figuras de los dioses y mitos vencidos. Pero si lo sagrado estuvo así presente en el arte, no sucedió lo mismo con la sociedad. Ningún culto se restableció, ningún templo se reconstruyó.
¿Cómo se hubiera podido reconstruir cuando «Dios muere» y en las iglesias y catedrales ya sólo «se celebran —decía el mismo Nietzsche— los funerales por la muerte de Dios»? ¿Cómo podría haber renacido culto cívico alguno cuando la religión lleva ya unos dos milenios encerrada en la conciencia individual del creyente? Está encerrada en esa conciencia personal que nada le importaba al paganismo. Un paganismo que no establecía ningún código moral, que no juzgaba ni a los buenos ni a los malos: no era otra cosa que la simbolización través de cuyos ritos y mitos palpitaba en el corazón vivo de la sociedad el enigma de lo divino, que es tanto como decir el misterio de lo humano.
Ningún culto, ningún rito ha renacido, ningún templo se ha vuelto a alzar desde hace más de mil quinientos años. Por ello la noticia es tan impactante: «Islandia levantará un templo a Thor, Odín y Frigga», ha informado recientemente ABC y ha repercutido, con objetividad y respeto, Infocatólica: hecho, este último, que merece ser resaltado y saludado como corresponde. (¡Ah, si el actual ecumenismo hubiera estado vigente en la Iglesia primitiva! ¡Ah, si el cristianismo no hubiese pretendido ser la única religión verdadera, si hubiese aceptado convivir con los dioses de Roma y Grecia!… Otro gallo nos habría cantado, otra luminosa historia habríamos conocido.)
Así reza la noticia de Infocatólica: «En España se ha levantado un templo a Thor, Odín y Frigga». Una iniciativa inédita desde la era de los vikingos y que da muestra del auge del paganismo germánico en España. La confesión religiosa Comunidad Odinista de España-Ásatrú, que promueve la fe[1] en los dioses nórdicos , es la responsable de este templo.
Y el periódico católico, en una muestra de ejemplar ecuanimidad, añade: «En el templo se realizarán rituales de bodas y funerales, así como ritos relativos al nacimiento y a la iniciación de los adolescentes. Los neopaganos también celebrarán el ritual de sacrificio Blót, aunque ya sin matanza de animales» (algún tributo había que pagar a los modernos y animalistas tiempos…).
Y, sin embargo, con ser todo ello importante, aún hay algo que lo, es más: Han declarado: «No creemos que nadie crea en un hombre de un solo ojo que viaja en un caballo con ocho patas. Vemos las historias, contemplamos los mitos, como metáforas poéticas y como una manifestación de las fuerzas de la naturaleza y la psique humana».
La religión como una metáfora poética… Lo divino como expresión de lo que he llamado en otros sitios «el misterio instituyente del ser». Lo sagrado como expresión de algo que existe tan altamente… y tan pocamente (si a existencia material nos referimos) como existen las historias y personajes de la literatura, o las figuras de la pintura y escultura.
Sólo comprendidos así, sólo entendidos de tan alto modo —el modo del arte, el más alto modo de todo cuanto es— pueden los dioses revivir. Sólo entendido así, «puede un dios salvarnos», que decía Heidegger.
La experiencia odinista no solamente se encuentra agotada por los siglos de prohibición, sino que ni siquiera ha comenzado todavía. Se encontrará ya seguramente agotada la caricatura estético-literaria de la literatura nórdico-germánica, condicionada por el tiempo, lo estará también la reducción biológico-naturalista de algunas partes de su enseñanza. Pero el valor que nuestros antepasados ha llevado heroicamente y con el precio de un sufrimiento sin nombre, a pesar de todo su ser orgánico que se sublevaba y cedía hasta que, sin un lamento, luego de haber dado todo, se derrumbó. Este valor que se encuentra más allá de su “filosofía”, más allá de su humanidad, más allá de ella misma, idéntico a un significado cósmico, reflejo de una fuerza eónica —el hvarenô y el fuego terrible de las iniciaciones solares— este valor espera todavía ser comprendido y asumido por los contemporáneos. Ya en el mismo se encuentra la alarma, la apelación al disgusto, al despertar y a la gran lucha: aquella en la cual —tal como dijéramos— se decidirá el destino de Occidente: el de caer en un crepúsculo o el de encaminarse hacia una nueva aurora.
Liberando la doctrina politeísta germánica de su parte naturalista, reconociendo que sólo es verdadera en tanto se la comprenda como portadora de valores suprabiológicos y, querríamos decir, sobrenaturales, entonces esta doctrina para muchos puede ser una vía a través de la cual se puede arribar al gran océano, al mundo de la universalidad solar de las grandes tradiciones nórdico-germánicas, desde cuya cumbre se impone el sentido de toda la miseria, de toda la irrelevancia y de toda la insignificancia de este mundo de encadenados y de poseídos.
Los valores nórdico-paganos son valores trascendentes, que reciben su verdadero sentido sólo desde lo interno de aquella concepción completa antimoderna. Pero los mismos también podrían constituir unos principios éticos, aptos mientras tanto para formar una base para una nueva educación y para un nuevo estilo de vida, libres de la hipocresía, de la vida y de las alucinaciones de las generaciones últimas.
La experiencia pagana no es para nada una experiencia imposible y anacrónica desde cualquier punto de vista. ¿No sentimos acaso casi todos los días cómo el “paganismo” del mundo moderno es constatado y deplorado por los representantes de las religiones europeas? Este paganismo es en gran medida, es verdad, un paganismo imaginario: se trata de un mal en cuya raíz quien nos ha seguido hasta aquí sin dificultad puede reconocer a las fuerzas y a las condiciones que en su origen han alterado el mundo antiguo precristiano.
Muchos creen que vivir de forma pagana consiste en dar libertad a sus instintos, deshacerse de toda idea de pecado o examen de conciencia, comer bien, beber bien y copular mejor o, mejor dicho, un paganismo de bulevar en el cual se alude a los actos antiguos en el culto a Dionisos – Bacanales, borrachera- sin advertir que aquella era la época de decadencia del imperio griego, como también la orgiástica oriental que ya se sale de la norma. El paganismo es todo lo contrario y pone entre el hombre y el universo una relación fundamentalmente religiosa. El paganismo es una fe que reposa sobre la idea de lo sagrado, y sagrado quiere decir respeto incondicional a cualquier cosa. El paganismo no es el retorno al pasado, al origen puro, pues lo anticuado cae por sí mismo; se trata de volver a unir la historia con el hoy, unirnos a lo eterno, hacerlo refluir, volver a la escuela del mythos y de la vida. El paganismo está conforme con las leyes generales de lo viviente.
[1] Promover «la fe» en los dioses paganos es un sinsentido absoluto. La fe —esa relación personal, junto con todo lo que implica, que el creyente establece con la divinidad— es cosa exclusiva del cristianismo (o más generalmente de las tres religiones del Libro). En el culto de los antiguos dioses se desconocía lo que el cristianismo entiende por «fe». Lo único que se conocía —y, sobre todo, lo único que hoy cabe conocer— es un culto, un ritual, una simbolización. Junto con la intervención de los dioses —benefactora o nociva: pregúntenselo, si no, a aqueos y troyanos— en los asuntos humanos.