Después del encarnizado debate abierto tras su publicación en inglés llega a España el demoledor ensayo en que Catherine Nixey describe el fin de una era en la hoguera del fanatismo
Arrasado el jardín, entraron los barbudos en el templo de Palmira y quebraron de un golpe la impresionante estatua, la decapitaron y desmembraron, acaso temerosos de que las piedras encubrieran blasfemias contra su dios. ¿Soldados del Estado Islámico en 2012? No: soldados de Cristo en 385 d.C. «Parece que solo entonces esos hombres -esos cristianos- sintieron, satisfechos, que habían hecho su trabajo. Volvieron a fundirse una vez más con el desierto. Tras ellos el templo quedó en silencio. Las lámparas votivas, desatendidas, se apagaron. En el suelo, la cabeza de Atenea empezó a cubrirse lentamente con la arena del desierto sirio. Había empezado el ‘triunfo’ de la cristiandad». Así comienza ‘La edad de la penumbra’ (Taurus), el demoledor ensayo en que la británica Catherine Nixey describe la extinción de una era en la hoguera del fanatismo y que ahora llega a España después de que su edición inglesa desatara un encarnizado debate.
Lo que los romanos entendían por «triunfo» no era exactamente lo mismo que ahora. No consistía solamente en la victoria del ganador, sino en «la total y absoluta subyugación del perdedor«. Y tal es la premisa de Nixey, historiadora y periodista de The Times e hija de unos monjes que pasaron veinte años dentro de un monasterio antes de colgar los hábitos: que si bien el cristianismo conservó parte del legado clásico en los siglos oscuros de la Edad Media, otra historia anterior, mucho menos gloriosa y conocida, desplegó un escenario de destrucción apocalíptica de la filosofía y el arte de la antigüedad grecolatina, reducido por la Iglesia a sangre y cenizas durante los siglos IV y V d.C.
«Los asaltos violentos de este periodo», advierte Nixey, «no fueron terreno exclusivo de chiflados y excéntricos. Hombres que estaban en el corazón mismo de la Iglesia Católica alentaron y lideraron los ataques contra los monumentos de los «locos», «malditos» y «dementes» paganos. El gran San Agustín afirmó ante una congregación en Cartago: «¡Dios quiere, lo mandó, lo predijo, comenzó ya a llevarlo a efecto, y en muchos lugares de la Tierra ya lo ha realizado en parte: la extirpación de toda superstición de paganos y gentiles!». San Martín, todavía hoy uno de los santos franceses más populares, arrasaba los campos galos destruyendo templos y consternando a los lugareños a su paso. En Egipto, San Teófilo demolió uno de los edificios más hermosos del mundo antiguo. En Italia, san Benito destruyó un santuario dedicado a Apolo. En Siria, despiadados grupos de monjes aterrorizaban las zonas rurales, derribando estatuas y arrancando los techos de los templos».
La batalla con los demonios
‘La edad de la penumbra’ es estrepitoso, estupendamente escrito, durísimo y muy divertido: «los ataques no se detenían en la cultura. Todo, desde la comida que se ponía en el plato (que debía sen sencilla y sin especias) hasta lo que se hacía en la cama (que debía ser igualmente sobrio y sin especiar) empezaba, por primera vez, a quedar bajo el control de la religión«. Tal vez sus páginas provoquen un corte de digestión a algunos creyentes pero será difícil que no los fascine al mismo tiempo con su brillante recreación histórica del momento trágico y surreal en que la civilización se hundió en las tinieblas. Los demonios, por ejemplo.
Al decidir a quién venerar, las congregaciones no elegían entre un dios u otro; estaban escogiendo entre el bien y el mal, entre Dios y Satanás
«Aquel era un mundo de apariciones diabólicas, un lugar en que Satanás podía pasar a tu lado por un camino y un demonio podía sentarse frente a ti en la cena; un mundo en que el alma inmortal estaba en peligro perpetuo«. Esto que hoy invitaría a una sonrisa, no era ninguna broma entonces. Para los panegiristas cristianos se trataba de una amenaza mortal que además les servía como dispositivo ideológico para purgar el mundo de paganos: «Una nueva generación de predicadores inflexibles pronunciaba un sermón intimidatorio tras otro, en los que quedaban claras las opciones del pueblo. Al decidir a quién venerar, las congregaciones no elegían entre un dios u otro; estaban escogiendo entre el bien y el mal, entre Dios y Satanás«.
Catherine Nixey recuerda que no tenía por qué haber ocurrido así, que mientras que los pastores cristianos exigían pureza, su grey, bastante menos apasionada, estaba incorporando al dios cristiano sin mayor problema al cada vez más nutrido panteón de divinidades paganas y ora le rezaba a él, ora sacrificaba un carnero en el altar de Júpiter. El propio emperador Constantino, que legalizó el cristianismo en el Imperio Romano en el año 313, se mostró comprensivo con los ritos antiguos. «Ningún hombre será privado de la completa tolerancia», proclamó en el célebre edicto de Milán. Pero los clérigos cristianos, por fin dueños de la situación, no iban a permitirse semejantes lujos ‘demócratas’. Al poco de su legalización, los templos paganos ardían de Oriente a Occidente mientras sus sacerdotes -y miles de sus fieles- eran asesinados.
Los últimos filósofos
Año 532 d.C. Siete hombres huyen de Atenas hacia Oriente con un parco equipaje de libros. ¿Cuál es su oficio? Filósofos, los últimos miembros de la Academia, la más famosa escuela de Grecia fundada por Platón mil años antes. La cuna de la razón occidental se había tornado un lugar peligroso para su actividad, los soldados de Cristo buscaban ejemplares prohibidos casa por casa para quemarlos en grandes piras -junto a sus poseedores-, la discusión pública había sido prohibida y los frisos del Partenón, asaltados y mutilados. Apenas nos quedan hoy palabras de aquel «grupo melancólico», como las de su líder, el septuagenario pero aún enérgico Damascio: «Toda mi vida ha sido barrida por el torrente«.
Sólo un uno por ciento de la literatura latina sobrevivió a los siglos. El noventa y nueve por ciento se perdió
¿Por qué contar ahora esta historia? Sencillamente, responde Catherine Nixey, porque nadie lo había hecho, porque la épica aventura de un puñado de monjes defendiendo de la oscuridad medieval el legado clásico es una versión real pero también tremendamente parcial: «Los palimpsestos -manuscritos sobre los que se grababa de nuevo- aportan indicios de los momentos en que desaparecieron las obras antiguas. Agustín sobrescribió el último ejemplar de ‘Sobre la República’ de Cicerón para anotar encima sus comentarios de los ‘Salmos’. Una obra biográfica de Séneca desapareció bajo otro ‘Antiguo Testamento’ más. Un códice con las ‘Historias’ de Salustio se raspó para dar lugar a más escritos de San Jerónimo…. Sólo un uno por ciento de la literatura latina sobrevivió a los siglos. El noventa y nueve por ciento se perdió«.
Concluye Catherine Nixey: «Se produjo otra pérdida definitiva, aún menos recordada que las demás, pero a su modo, casi tan importante. La memoria de que existió una oposición al cristianismo desapareció. La idea de que los filósofos pudieron haber luchado con vehemencia, con todo lo que tenían, contra el cristianismo fue, y aun es, ignorada. El recuerdo de que muchos se alarmaron por la expansión de esta religión violentamente intolerante desaparece del paisaje. La idea de que muchos no estaban entusiasmados sino disgustados por la visión de sus templos en llamas y demolidos se dejó -y se deja- de lado. La idea de que los intelectuales estaban consternados -y asustados- por la visión de los libros ardiendo en piras ha caído en el olvido. El cristianismo contó a las generaciones posteriores que su victoria sobre el viejo mundo fue celebrada por todos, y las siguientes generaciones lo creyeron. (…) El ‘triunfo’ del cristianismo era completo«.