El tránsito entre la antiguedad tardía y la plena edad media, en definitiva entre la agonía del imperio romano y el afianzamiento del carolingio, fue una época agitada, convulsa, llena de alternativas políticas, militares y hasta religiosas que resulta por ello profundamente apasionante aunque, por desgracia, muy poco conocida para el gran público.
El resultado más evidente de aquellos siglos azarosos y terribles es su efecto sobre las biografías de quienes tuvieron que vivirlos. Pocas vidas hay de los siglos IV al VIII que no resulten apasionantes. Es cierto que solo conocemos un puñado, el de los grandes personajes que dejaron huella en las crónicas, pero basta esa relativamente pequeña muestra para situarnos ante un panorama susceptible de causar viva impresión en el lector moderno y de entusiasmarle con peripecias biográficas dignas de figurar entre las grandes aventuras y los mejores dramas que podamos evocar. Ese es el motivo por el cual en estas páginas dedicaremos un espacio a recordar algunas biografías de personajes destacados de aquellas épocas en la seguridad de que el moderno lector encontrará, además de un mundo que desconoce y que le entusiasmará, el placer profundo de las buenas historias. Y que nadie se equivoque, no se limitarán estas semblanzas a constituir un catálogo de batallas y egregios guerreros…las crónicas de esos siglos hablan también de grandes mujeres cuyas vidas nada tienen que envidiar en profundidad y emoción a las de sus coetáneos. Nos ocuparemos también, quizá sobre todo, de ellas.
De hecho vamos a iniciar esta serie con la vida de una mujer extraordinaria, arrojada por las circunstancias a un mundo hostil y despiadado en el que supo defenderse con valor y determinación a pesar de su derrota final. Nos referimos, claro está, a la dama que da título a este artículo: la reina Brunegilda.
Después de la derrota en la batalla de Vouillé (507) el reino visigodo sufrió casi setenta años de profunda crisis. De la noche a la mañana perdió a manos de los francos (apoyados por bandas de fanáticos católicos encabezados por sus obispos que se echaron al campo en toda la Aquitania para perseguir y asesinar a los odiados godos arrianos) la práctica totalidad del territorio que poseían en las Galias incluida su capital, Toulouse. Tan solo pudieron hacerse fuertes en la Narbonense y eso en medio de una gran confusión y con la amenaza cierta de ser aniquilados por completo. Alarico II, el rey, murió en la batalla. Tenía un heredero legítimo, Amalarico, habido de una hija de Teodorico el Grande de los ostrogodos, era, pues, a la vez descendiente de los Baltos y de los Amalos, las dos grandes familias de la realeza goda, pero todavía un niño y el reino necesitaba un buen general al frente del ejército por eso, mientras un grupo de visigodos reconocía al niño como heredero, otro más numeroso, que contaba además con la legitimidad de controlar el tesoro real, optó por elegir como rey a Gesaleico, hijo ilegítimo del difunto rey, ya adulto. El asunto de la ilegitimidad en ese momento no revestía especial importancia, los usos morales y legales impuestos por el cristianismo todavía no se habían asentado y primaban en los reinos germánicos las leyes consuetudinarias. El hijo de un rey era hijo de rey y candidato al trono aunque su padre no hubiera contraído matrimonio canónico con su madre. La misma madre de Amalarico era hija ilegítima, según los criterios cristianos, de Teodorico pero no por ello la filiación amala del joven príncipe era menos efectiva, prestigiosa y brillante.
Gesaelico, en una situación angustiosa, con más de la mitad del reino perdido a manos de los francos y con lo que le quedaba poco seguro, se aplicó de inmediato a minimizar los efectos de la terrible derrota sufrida en Vouillé. Cruzó los Pirineos para establecer su capital en un lugar más fácilmente defendible: Barcelona, y desde allí organizó la resistencia. No fue sencillo, los francos presionaban con fuerza en Aquitania y el valle del Ebro distaba mucho de estar pacificado. No hacía mucho (496) un noble hispanorromano, Burdunelo, había dirigido una sublevación con centro en Zaragoza que persistió más o menos activa hasta prácticamente la derrota de Vouillé. En 504 Alarico II había tenido que presentarse en Zaragoza para tranquilizar los ánimos y hacer sentir su poder y todavía en 506 la rebelión persistía, dirigida por otro hispanorromano, Pedro, en Tortosa. Mientras tanto parte de la Bética escapaba el control de los godos y los suevos, en el noroeste de la península, se preparaban para sacar partido de la situación. Pero lo peor de todo era la oposición de los partidarios de la entronización de Amalarico manejados desde Rávena por el abuelo de este, Teodorico el Grande. Así las cosas, Gesaleico hubo de ejecutar a varios nobles de los que le rodeaban solo para ser asesinado a su vez por el duque Ibbas cuando regresaba de África donde había viajado para recavar el apoyo de los vándalos contra los francos.
Fue así como en el 511, asesinado Gesaleico, llegó al trono visigodo Amalarico, niño todavía. Bien mirado se trataba de una baza para la supervivencia mejor que la de su hermanastro. Mientras que aquel solo contaba con su valía personal y militar, este facilitaba la protección del poderoso reino ostrogodo. El precio era perder la independencia pero no estaba mal a cambio de asegurarse la supervivencia.
Una vez en el trono su nieto Amalarico, Teodorico el Grande asumió la regencia de lo que restaba del reino visigodo ejerciéndola a través de la prefectura del pretorio de Arlés (a la que legalmente debían obedecer también los francos de Clodoveo) y de gobernadores presenciales.
Quince años, hasta la muerte de Teodorico en 526, se prolongó aquella sumisión al reino ostrogodo. No fue un periodo sencillo. El ostrogodo y su administración impusieron un durísimo régimen fiscal extremadamente oneroso y postergaron a la nobleza visigoda en la toma de decisiones. Ello provocó el descontento de grandes sectores que fueron conformando un partido nacionalista partidario de la independencia y que en momentos de gran tensión llegó a tomar medidas extremas como el fallido atentado contra el prefecto del pretorio de las Galias, Liberio, que estuvo a punto de morir asesinado por ellos y que más tarde dirigiría la invasión de Hispania por las tropas bizantinas.
Muerto Teodorico, Amalarico se hizo con el control efectivo del reino mientras que en Italia su primo Atalarico, bajo regencia de su madre Amalasunta, hacía lo propio con el reino ostrogodo.
La presión franca continuaba y se tomó como medida conciliatoria un matrimonio de estado, un enlace dinástico del rey con una princesa merovingia que asegurase la paz. Así se hizo, pero existía un problema grave: la religión. Los francos eran católicos desde hacía un cuarto de siglo y su alianza con la iglesia católica desde la traición de San Remigio contra Flavio Siagrio en Soissons les había rendido muy buenos beneficios, razón por la cual habían cedido al fanatismo de los obispos galos y a sus ansias de cruzada antiarriana contra los godos. La princesa que llegó de los francos era una fanática que se negaba a abjurar del catolicismo, ello generaba un grave problema político porque la unidad goda se basaba, precisamente, en el arrianismo. De modo que la presión sobre la princesa merovingia para que abjurara y abrazase la religión de estado visigoda no cesó de crecer…ella se quejó a sus hermanos, los herederos de Clodoveo, y estos tuvieron la excusa perfecta para intervenir de nuevo contra los visigodos. Resultaba evidente, ya a esas alturas, que el matrimonio lejos de ser una ocasión de paz había sido una trampa de los francos para poder acabar de destruir el reino visigodo. Amalarico dejaba de ser una garantía política de supervivencia y pasaba a convertirse en una amenaza para la supervivencia del reino. La respuesta de la nobleza no se dejó esperar: en 531 fue asesinado.
Amalarico no tenía hijos, tampoco familiares cercanos. Era el último de los Baltos, la dinastía en torno a la cual se había conformado el pueblo visigodo en tiempos de Alarico I. Su muerte sumía al reino en una crisis institucional gravísima. Se había terminado con la dinastía legítima y no había un repuesto claro. Mirar hacia Italia no era una solución. Los visigodos no querían repetir la experiencia de la regencia y, además, los Amalos pasaban por graves problemas políticos. Atalarico seguía siendo un niño bajo regencia de su madre Amalasunta cuya posición política y su amistad con Constantinopla no era bien vista por la nobleza ostrogoda poniendo al reino al borde de la guerra civil. Los ostrogos estaban dejando rápidamente de ser el poderoso pueblo que habían sido en vida de Teodorico.
La respuesta a los problemas del reino visigodo debía proceder de sus propias filas. Pero nadie era lo suficientemente poderoso ni prestigioso para llenar el hueco dejado por la dinastía desaparecida. Finalmente asumió el poder Teudis, un ostrogodo que había gobernado el reino durante la regencia de Teodorico y que en ese periodo había contraído matrimonio con una noble hispanorromana probablemente natural del valle del Guadalquivir, quedándose a vivir en Hispania, casi con toda seguridad en Sevilla, ciudad que se convirtió a partir de 531 en un a modo de capital oficiosa de los visigodos.
Teudis, que contaba con el prestigio procedente de su anterior etapa de gobierno, no contó sin embargo con recursos públicos para desarrollar su nueva labor regia. Antes al contrario, hubo de sustentar su poder en un ejército privado de 2000 hombres sostenidos con los recursos de su mujer. Gobernó así hasta 548.
En 541, los francos, aprovechando la debilidad en la que seguía el reino visigodo, cruzaron los Pirineos y avanzaron por el valle del Ebro. Llegaron a conquistar Pamplona pero Teudis los frenó en las blancas murallas de Zaragoza. Cuando se retiraban por Roncesvalles, Teudiselo, hijo de Teudis, les tendió una emboscada similar a la sufrida en 778 por Carlomagno y les infligió una derrota lo suficientemente severa como para impedir nuevas invasiones en los años siguientes.
Muerto Teudis, su hijo Teudiselo le sucedió de manera automática pero un sector de la nobleza visigoda no estaba dispuesto a tolerar el establecimiento de una dinastía procedente de Teudis. De modo que Teudiselo fue asesinado en su palacio de Sevilla al año de subir al trono (549).
Surgía de nuevo el problema sucesorio. Por lo pronto el trono recayó en Agila, cabecilla del sector contrario a Teudiselo. Otro grupo adicto a este se sublevó en Córdoba, en 550 Agila se dirigió contra esta ciudad sufriendo una severa derrota en la que perdió un hijo y el tesoro real. Huyó a Mérida, donde se hizo fuerte, y en Sevilla fue elegido rey uno de los nobles de la facción de Teudiselo: Atanagildo. Iniciándose una guerra civil entre ambas facciones que se prolongó hasta 554.
En esta guerra los bizantinos, encabezadas sus tropas por Liberio, el antiguo prefecto del pretorio de Arlés casi asesinado por los visigodos nacionalistas, apoyaron a la facción de Atanagildo contra la de Agila pero enseguida se hizo evidente que su verdadera intención, como había sucedido en África y empezaba a suceder en Italia, era destruir los reinos bárbaros y recuperar la unidad del imperio romano. Ello obligó a la conciliación de las facciones. Agila fue asesinado por los suyos que reconocieron a Atanagildo como rey y este, con todos los godos unidos, dirigió sus armas contra sus antiguos aliados bizantinos luchando por arrebatarles el territorio que habían ido conquistando durante los años que le habían apoyado.
Y es aquí donde entra en danza la protagonista de nuestro artículo: Brunegilda.
La situación política de Atanagildo era muy comprometida, rey sin legitimación dinástica, enfrentado a sus antiguos aliados bizantinos y con la nobleza dividida en facciones no necesariamente amistosas entre sí y leales a su persona, necesitaba poderosos aliados extranjeros para asegurar su permanencia en el trono (y de paso su vida y la de su familia). Y había muy pocas opciones entre las que elegir. El reino vándalo de África había desaparecido bajo el impulso bizantino veinte años atrás, el ostrogodo acababa de seguir su misma suerte tras la derrota de su último rey, Teya, en Monte Lactario (553) frente a los bizantinos…solo los francos quedaban como reino poderoso y dinastía asentada. A ellos tuvo que recurrir en busca de alianza.
La dinastía merovingia, que regía los destinos francos, era mucho más nueva que las de Baltos y Amalos pero a mediados del siglo VI era mucho más prestigiosa por la sencilla razón de que les había sobrevivido atesorando cada vez más poder y forjando un reino extenso y reconocido por Bizancio. No hay que olvidar que Clodoveo detentó el consulado en 507 y desde entonces el prestigioso título romano de Patricio les pertenecía a él y sus descendientes por derecho propio. Muerto Clodoveo en 511 su reino se dividió entre sus hijos pero con el tiempo volvió a reunirse en la persona de uno de ellos: Clotario I que en sus cincuenta años de reinado (511-561) tuvo tiempo suficiente para ir heredando de diversos modos las partes de sus hermanos. Sin embargo también él repartió el reino entre sus hijos.
Surgieron de este modo cuatro estados merovingios: Neustria, en la que reinó Chilperico I; Borgoña, en la que reinó Gontrán; París-Aquitania, que heredó Cariberto I y Austrasia en la que reinó Sigeberto I.
Atanagildo tenía dos hijas: Brunegilda y Galsvinta y pudo acomodarlas a ambas en sendas bodas con reyes merovingios.
Brunegilda casó con Sigeberto I de Austrasia y Galsvinta, poco después, con Chilperico I de Neustria. Por supuesto ambas abjuraron convenientemente del arrianismo paterno y abrazaron el catolicismo de sus maridos.
Brunegilda causó buena impresión en el reino de los francos. El obispo y cronista Gregorio de Tours, que la conoció personalmente, nos la describe como joven de modales elegantes, hermosa figura, honesta y decente en sus costumbres, de buen consejo y agradable conversación. Nada hacía suponer las terribles experiencias que la aguardaban en su largo periplo franco.
La muchacha tenía unos once años cuando su padre Atanagildo llegó al trono en 554 y contrajo matrimonio en 565, a una edad bastante avanzada para la época. Suele decirse que nació en Toledo dando por sentado que esta ciudad era ya la capital de los visigodos pero eso no sucedió hasta el reinado de Leovigildo de modo que es más probable que viera la luz en la corte de Teudis, en Sevilla. Tras su boda se estableció en Metz, capital de Austrasia.
En 566 fue su hermana Galsvinta la que viajó a Francia, concretamente a Soissons, capital de Neustria que se trasladaría a París al año siguiente.
Chilperico I de Neustria estaba casado con una noble franca, Audovera, con la que tenía cuatro hijos. No obstante la alianza con los visigodos era una excelente baza política y no dudó en repudiar a su primera esposa para contraer matrimonio con Galsvinta, lo que no hizo fue dejar a su amante Fredegunda.
Fredegunda tenía entonces unos veintidos años, procedía de la región de Picardia y había entrado en la corte como criada labrando su futuro de un modo bastante clásico: seduciendo al rey. Al parecer podía competir en hermosura, sino en educación, con las hermanas visigodas y no estaba dispuesta a dejarse arrebatar la ventajosa posición adquirida a través de sus relaciones amorosas con Chilperico. Eso, naturalmente, creó tensiones entre la nueva esposa del rey y su amante, que no se caracterizaba precisamente ni por su bondad ni por su dulzura de caracter. La situación se enrareció rápidamente y Galsvinta no tardó en quedarse sin triunfos.
567 fue un año decisivo. Cariberto, rey de París- Aquitania, murió y su jugosa parte del reino pasó a su hermano mayor, Chilperico de Neustria, que se convertía así en el más poderoso y rico de los tres hermanos supervivientes. Si la soberbia y la ambición de Fredegunda eran antes grandes, con la nueva adquisición se hicieron desmesuradas. Galsvinta trató de desalojarla de la corte pero la antigua criada era la amante elegida libre y apasionadamente por el rey mientras que ella contaba solo como una baza política. Como mujer tenía su atractivo, pero no podía competir con Fredegunda. Visto lo cual decidió lanzar un òrdago monumental: rompió con Chilperico y decidió regresar a Hispania. Tuvo mala suerte, por el camino se enteró de que su padre acababa de morir. Atanagildo no tenía hijos de modo que el nuevo rey no sería hermano, ni siquiera pariente suyo. Estaba sola en el mundo, tan solo podía contar con el apoyo de su hermana Brunegilda cuya situación era ahora tan quebradiza como la suya. Por si fuera poco, las dudas de la nobleza en torno a la elección del nuevo rey volvieron a amenazar de extinción al reino visigodo y Gontrán de Borgoña, otro de los hermanos reyes merovingios, se atrevió a atacar a los visigodos llegando a conquistar la importantísima ciudad de Arlés (sede oficial de la prefectura del pretorio de las Galias desde 407). Tal circunstancia decidió las cábalas sucesorias. El ejército godo se concentró en la Narbonense y Liuva, dux de dicha provincia, con el apoyo del mismo, fue elegido como rey. Estaba casado, de modo que no podía contraer matrimonio con la viuda de Atanagildo (la madre de Brunegilda y Galsvinta) buscando una continuidad dinástica más o menos legitimista. Fue su hermano Leovigildo quien casó con ella pasando de inmediato, como rey adjunto, a poner orden en Hispania. Todo ello no benefició en nada a Brunegilda y Galsvinta, abandonadas a su suerte.
Galsvinta ya no tenía ningún valor político, ni siquiera tenía hijos (su hermana Brunegilda, en Metz, empezaba a tenerlos precisamente ese año de 567 y seguramente eso fue la que la salvó de compartir su destino) y Chilperico no tenía ningún motivo para seguir casado con ella, menos aun teniendo en cuenta la situación de extrema debilidad que padecía el reino visigodo. Por lo tanto se dejó convencer por Fredegunda y acabó asesinando a la joven visigoda. Nació en ese instante un odio mutuo e inextinguible entre Brunegilda y Fredegunda, un odio que iba a marcar la historia de la dinastía merovingia durante el medio siglo siguiente.
Desde el primer instante Brunegilda, respaldada por su condición de madre de hijos sanos y el cariño (sino el amor) que había sabido granjearse de su marido, exigió de este, Sigeberto I de Austrasia, que vengase el asesinato de su hermana. El rey de Metz se mostró reticente a iniciar una guerra contra su hermano, el rey de París. Siguiendo la costumbre germánica, intentó llegarse a un acuerdo económico. Chilperico I entregó a Brunegilda una serie de ciudades en Aquitania (entre ellas Burdeos) que debían servir como pago de la contraída guerra de sangre. Momentáneamente pareció que iba a evitarse la guerra. Pero Fredegunda siguió intrigando y en 575 consiguió que su ya marido (muerta Galsvinta ella contrajo matrimonio con el rey de Neustria convirtiéndose legalmente en reina) invadiera las ciudades que había entregado a Brunegilda. Naturalmente Sigeberto I se vio forzado a actuar en defensa de los intereses de su esposa y estalló la guerra civil.
Sigeberto I avanzó victorioso por el reino de Neustria, incluso llegó a ocupar la capital, París, mientras Chilperico I huía sin poder hacerle frente (en el intento de conquista de las ciudades antecitadas su ejército había sufrido una severa derrota que incluso le costó la vida a su hijo mayor: Teodeberto) y parecía tenerlo ya todo perdido. Pero entonces intervino Fredegunda del modo que mejor se le daba hacerlo: mandó sicarios que asesinaron a Sigeberto I con lo cual su ejército se desbandó puesto que el único hijo varón del rey muerto, Childeberto II, era todavía un niño.
Brunegilda quedó abandonada de los austrasianos en París. Logró hacer huir a su hijo, el aludido Childeberto II, que fue coronado rey en Austrasia pero ella y sus dos hijas, Clodosinda e Ingunda, tuvieron que quedar en París cayendo en manos de Chilperico I y Fredegunda cuando regresaron a su capital.
No debe extrañarnos que la nobleza austrasiana abandonase a su reina en manos de sus enemigos llevándose a un rey necesitado de tutela (Childeberto II era un niño de apenas seis o siete años) y librándose de la regente natural su madre, por otro lado una advenediza visigoda sin grandes apoyos al sur de los Pirineos a la que despreciaban por mujer y por extranjera, se garantizaban el crecimiento de sus respectivos poderes y patrimonios en detrimento de los intereses reales. De hecho, toda la vida que le restaba a Brunegilda iba a ser una lucha contra el ascenso político de la nobleza austrasiana que acabaría encumbrando a los Pipínidas, estrechamente aliados con la iglesia católica.
Abandonada en París con sus dos hijas y caída en manos de su más feroz enemiga, la suerte de Brunegilda parecía definitivamente echada. Tuvo la fortuna de no ser ejecutada de inmediato. En lugar de eso se la encerró en un monasterio de Ruán. En realidad eso solo significaba un aplazamiento de su condena, se trataba de una jugada política ya antigua y muy conocida: esperar a que se calmasen los ánimos, a que el triunfador limpiase de seguidores del derrotado el horizonte y entonces aquel moría oscuramente en su encierro monástico de «enfermedad». De modo que la situación de Brunegilda en aquel 575 no podía ser más desesperada. Pero tuvo suerte.
Los hijos de Audovera, la primera esposa de Chilperico I, odiaban a Fredegunda tanto o más de lo que pudiera hacerlo Brunegilda y uno de ellos, Meroveo, decidió aprovechar la ocasión para asestar un golpe familiar, político y militar a su padre. No se trataba tampoco de nada nuevo, hacía apenas quince años que Cram, uno de los hijos de la segunda esposa de Clotario I, hermanastro por tanto de Sigeberto, Chilperico y Gontrán, se había sublevado contra su padre en Aquitania y Bretaña. Acabó derrotado y muerto, pero no sin antes tener opciones de triunfo.
La acción de Meroveo representó toda una sorpresa: se presentó en Ruán con un grupo de fieles, liberó a Brunegilda, en la práctica su tía, e hizo que el obispo de la ciudad, Pretextato, les casara. Él tenía diecisete años, ella treinta y dos…les unían la política y el odio común a Fredegunda pero parece que no dejó de existir entre ellos atracción, pasión y quien sabe si amor arrebatado. Brunegilda era una mujer hermosa, culta y agradable capaz de despertar la pasión de cualquier jovencito de sangre caliente.
Sea como fuere, las fuerzas vivas del reino se pusieron enseguida en marcha contra el nuevo matrimonio. Por un lado en Neustria la acción de Meroveo solo podía interpretarse como una insurrección en toda regla. Sublevación que quizá su padre podría llegar a perdonar pero en modo alguno Fredegunda. Por otro, en Austrasia, nadie quería ver a Brunegilda respaldada por un príncipe merovingio regresando al reino para asumir la regencia de su hijo. Pero quien verdaderamente desenterró el hacha de guerra fue la iglesia católica. En aquellos tiempos las costumbres sociales que propugnaba el cristianismo basándose en su absurda y despreciable moral no se habían asentado en la sociedad, cosa que los furibundos y fanáticos obispos y abades del momento no podían soportar ni tolerar y aprovecharon la debilidad de Brunegilda para saltarle a la yugular en un asalto feroz al poder en el que pretendían, como siempre hacen, imponer sus puntos de vista sociales y morales al conjunto de una sociedad que ni los necesita ni gana nada adoptándolos. Lo que le restaba de vida a nuestra reina iba a ser también una guerra sin tregua contra las aspiraciones totalitarias de la iglesia franca.
Obispos y abades, recurriendo a la biblia, se rasgaron las vestiduras proclamando a los cuatro vientos que aquel matrimonio aunque lo hubiera efectuado un obispo (obispo que pagaría cara su osadía siendo asesinado por Fredegunda) era de hecho un abominable incesto. La idea convenía políticamente tanto en Neustria como en Austrasia y en ambos reinos la nobleza y la realeza se hicieron eco del griterío cristiano. Meroveo y Brunegilda se convirtieron en apestados sociales, en prófugos odiados y perseguidos con saña.
Chilperico I de Neustria hizo anular el matrimonio, con lo cual ambos cónyuges incurrieron además en la falta de concubinato (que entonces no tenía mayor importancia salvo para la estúpida moral eclesiástica que en este caso se convirtió en la voz de toda la nación franca por evidentes intereses políticos). De todos modos Brunegilda logró ser acogida en Austrasia no así Meroveo que, rechazado por la nobleza de ese reino, hubo de retornar a Neustria donde, apresado por su padre, fue tonsurado y encerrado en un monasterio. Ya sabemos lo que eso significaba, él también, así que se escapó del mismo en 577 y acabó suicidándose al verse acorralado y a punto de caer en manos de Fredegunda.
Obviamente, una vez en Metz, Brunegilda reclamó la regencia sobre su hijo Childeberto II pero la nobleza austrasiana se negó a concedérsela. Tras sufrir un atentado por parte de sicarios de Fredegunda que pudieron llegar hasta ella sin que la nobleza de Austrasia hiciera nada para impedirlo, Brunegilda tuvo que refugiarse en Borgoña, en el reino de su cuñado Gontrán, que tenía su capital en Orleans. Durante su estancia allí pudo ganarse el favor y la alianza de este y, con esa garantía, regresar a Austrasia, a Metz, donde asumió por fin la regencia de su hijo en detrimento de la levantisca nobleza. Más aun en 577, y habida cuenta de que Gontrán carecía de hijos vivos, consiguió que nombrase como heredero de su parte del reino a su hijo: Childeberto II, lo que significaba un fuerte golpe político tanto para la nobleza austrasiana como para los intereses de Neustria que dejaría así de ser el reino merovingio más fuerte. Por si fuera poco, en 579, casó a su hija Ingunda con Hermenegildo, hijo del rey visigodo Leovigildo que, como sabemos, había casado con su madre a la muerte de Atanagildo. Ya no estaba sola y aislada en el concierto de las naciones germánicas. En apenas cuatro años había pasado de estar despojada y a las puertas de la muerte a convertirse en toda una potencia política dentro del universo merovingio.
Pero la nobleza de Austrasia seguía conspirando contra ella y en cuanto Childeberto II cumplió los trece años le convencieron para que asumiera personalmente el gobierno del reino expulsándola de la regencia. Corría el año 583.
Al año siguiente los acontecimientos se precipitaron en Neustria. El matrimonio de Fredegunda con Chilperico I se había convertido en un obstáculo para la ambición de la antigua criada convertida en reina. Ella quería ahora todo el poder y, a ser posible, acabar con su antigua enemiga: Brunegilda. Juntó sus dos deseos en uno y asestó uno de sus típicos golpes: asesinó a Chilperico I asumiendo la regencia del hijo que habían tenido en común y que todavía era joven para reinar, Clotario II, y culpó a Brunegilda del crimen mandando de nuevo sicarios para «vengar» la muerte de su difunto esposo. Una vez más la visigoda supo salir viva del atentado que se repitió dos años después, en 586, cuando Fredegunda trató de asesinar no solo a Brunegilda sino también a su hijo, Childeberto II, y al primogénito de este, el que sería Teodoberto II.
Pero el enemigo no estaba solo en París, en la misma Metz, el poder y la vida de Brunegilda y su familia se veían amenazados. En 587 la reina hubo de frenar las maniobras golpistas de la nobleza austrasiana haciendo asesinar a varios duques. A largo plazo el contragolpe supuso una mala decisión: no solamente la hizo más impopular además la eliminación de aquellos conspiradores abrió el camino a otros mucho más peligrosos: Pipino de Landen y su consuegro, el obispo Arnulfo de Metz, que llegaría a santo de la iglesia católica. Pero, de momento, la reina no podía hacer otra cosa.
La tensión siguió creciendo entre Austrasia y Neustria pero la paz se mantuvo hasta el 593. Ese año murió Gontrán, su parte del reino pasó a Childeberto II de Austrasia, el hijo de Brunegilda, y este, convertido en el rey más poderoso del ámbito merovingio, atacó de inmediato a su primo Clotario II de Neustria. Tres años se prolongó la guerra, hasta que Fredegunda logró envenenar a Childeberto II en 596.
Esta vez Brunegilda, que había eliminado a parte de la facción levantisca de la nobleza austrasiana en 587, no tuvo dificultades para hacerse con la regencia de sus dos nietos: Teodoberto II, que heredó Austrasia, y Teodorico II, que heredó Borgoña. Tuvo además la suerte de que Fredegunda murió en 597 dejando desamparado a su hijo de trece años, Clotario II. Brunegilda trató de destronarlo, pero falló en el intento.
La guerra entre Austrasia- Borgoña y Neustria se reavivó y continuó en los años siguientes.
Corría el año 599 cuando Pipino de Landen y el obispo (San) Arnulfo de Metz, pudieron dar por fin un golpe contra la regente. Se apoderaron de Teodoberto II y Brunegilda hubo de huir a Autun, la nueva capital de Borgoña, con su otro nieto, Teodorico II. La regencia de Austrasia quedó en manos de la nobleza y la de Borgoña continuó en manos de la visigoda.
La nobleza austrasiana, nueva dueña de la situación, hizo que Teodoberto II firmara la paz con Clotario II de Neustria que pudo así concentrar todas sus fuerzas contra Borgoña. Mientras tanto en Autun la iglesia católica seguía su campaña contra Brunegilda.
No hemos de olvidar que esta era, originariamente, arriana y que ello implicaba una mentalidad más abierta y más en consonancia con las costumbres consuetudinarias del mundo germánico en clara contraposición a la moral y el derecho que los católicos intentaban imponer sobre la sociedad. Consecuentemente, obispos y abades tenían a Brunegilda en su punto de mira, necesitaban destruirla, para introducirse en su corte hasta entonces libre de molestas y gazmoñas influencias y someterlas a sus delirantes dictados. Desiderio (que también llegó a santo), obispo de Autun, fue quien se erigió en punta de lanza de ese asalto eclesiástico al poder insultando desde el púlpito domingo sí y domingo también a Brunegilda y las costumbres que regían en la corte de su nieto Teodorico II (en Austrasia, donde los intereses de Pipino de Landen caminaban de la mano del obispo Arnulfo de Metz, ya se había impuesto la dictadura eclesiástica desde la expulsión de Brunegilda) y contó entre sus aliados a verdaderos ingratos como un abad que también llegaría a santo: Columbano el Joven, desarrapado monje escocés acogido y protegido en Francia que se negó a bendecir a los bisnietos de Brunegilda porque su padre no estaba casado por la iglesia con su madre…claro que no se atrevió a hacerlo antes de que el rey de los longobardos, Agilulfo, se convirtiese al catolicismo y le llamase a su reino para dirigir el cotarro eclesiástico.
En 612, Brunegilda incitó a su nieto Tedorico II a que atacase a su hermano Teodeberto II, convertido en una marioneta en manos de la nobleza austrasiana y de la iglesia católica. Este fue facilmente derrotado, tonsurado y encerrado en un monasterio donde, naturalmente, murió aquel mismo año. Al siguiente el audaz golpe de Brunegilda fue contrarrestado, no se sabe a ciencia cierta si por el destino o por alguna trama oculta. Sea como fuere el caso es que Teodorico II murió a su vez en 613, obligando a Brunegilda a luchar de nuevo por una regencia, en este caso la de su bisnieto Sigeberto II.
Fue derrotada. Pipino de Landen y (San) Arnulfo de Metz le arrebataron la regencia y se vendieron a Clotario II de Neustria permitiéndole invadir el reino. La reina, con todo perdido, trató de huir al otro lado del Rin, donde las tribus alamanas sometidas a los francos tenían un enemigo común con ella: la iglesia católica empeñada en cristianizarlos con sus métodos habituales: torturas, asesinatos…no pudo llegar. La propia nobleza austrasiana le dio caza y la entregó al hijo de Fredegunda.
Este hizo que la torturasen cruelmente durante tres días, la paseó luego desnuda a lomos de un camello para someterla a las burlas de su corte y acabó ordenando que fuera desmembrada viva atada a cuatro caballos. Tal fue el final de esta extraordinaria mujer.