En buena medida, la dificultad de explicar y definir el honor reside en que es un valor fuertemente autorreferencial. O bien se explica por sí mismo, o bien resulta muy difícil de describir. Tratar de explicarle el honor a un corrupto o a un codicioso ególatra es como tratar de expresarle los colores a un ciego, o la música a un sordo. Dado esto, se comprende por qué todo lo relativo al honor se vuelve rápidamente circular: somos dignos de respeto si nos comportamos con honor y nos hacemos honorables respetando nuestra propia dignidad.
Una de las cosas importantes es comprender que la dignidad no es un atributo automáticamente adjudicable a cualquier persona como muchos sostienen o, al menos, pretenden sostener. La pura y triste verdad es que hay personas indignas. Porque a la dignidad hay que ejercerla. El respeto primero hay que ganarlo. Es muy encomiable eso de que hay que respetar a los demás y respetar la dignidad de los demás. Pero ¿qué hacemos con quienes no se respetan ni a sí mismos? ¿Qué dignidad vamos a respetar en quienes no tienen dignidad? ¿Acaso es posible rendirle honores a alguien que no tiene honor?
Otro aspecto importante es que el honor, como muchos de los demás valores que veremos luego, constituye una avenida de doble vía. Es un valor que está en uno mismo y que se reconoce en el otro. Sin embargo, aun si la avenida es de doble mano, la circulación no es automática. El valor está en uno mismo sólo si se lo cultiva y se lo ejerce. Y se reconoce en el otro sólo si el comportamiento de este otro permite inferir o deducir un valor similar. Un honor sin el comportamiento correspondiente es pura fanfarronería vacía de contenido real. Si me descuelgo con el proverbial “hijo mío, haz lo que te digo y no lo que yo hago” estaré dando, quizás, un buen consejo. Pero no por ello lo que hago se va a convertir en un comportamiento honorable.
Si todos tenemos – o no – la misma capacidad para ser honorables, eso es algo que admite el debate y puede discutirse. Personalmente, debo confesar que no creo que eso sea cierto, por más antipática que resulte la afirmación. He conocido en mi vida personas tan indignas y tan vacías hasta de la más elemental noción del honor que ni aún con la mejor buena voluntad del mundo he conseguido imaginarme cómo podrían haber seguido un camino diferente. Hay quienes afirman que el honor y la dignidad son producto de la educación y del medioambiente. No lo creo. Realmente no lo creo. En todo caso, o bien nuestra educación es un fracaso colosal, o bien muy poco es lo que puede o sabe hacer en materia de honor y dignidad. La corrupción y la deshonestidad generalizadas que hoy existen en nuestra civilización – y de las cuales todos se quejan amargamente – son una prueba bastante palmaria de que, en materia de decencia, con nuestros sistemas pedagógicos no hemos logrado gran cosa.
Creo que al cultivo y al ejercicio del honor lo promovería mucho más un buen sistema de premios y castigos que una sofisticada teoría educativa. Y no estoy pensando en castigos inhumanos, flagelaciones públicas, penas de muerte, o barbaridades por el estilo. En lo que pienso es en un sistema que promueva la honorabilidad y le ponga barreras prácticamente infranqueables a la deshonestidad. Mientras premiemos a los especuladores, a los arribistas y a los oportunistas sin escrúpulos con los puestos más altos de la escala social y mientras castiguemos a los simples honrados profesionales y trabajadores con los últimos puestos, poca esperanza tengo de que consigamos construir una sociedad basada en el honor y en el respeto a la verdadera dignidad. Será una opinión muy personal mía, pero creo más en un buen criterio de selección que en la supuestamente infinita educabilidad del ser humano.
Antiguamente se afirmaba que el honor se posee porque es un “patrimonio del alma”; pero el individuo puede perderlo al mancharlo con sus actos siendo que el árbitro, el otorgador y el protector del honor es Odín. Simultáneamente, se hacía la distinción entre “honor” y “honra”, afirmando que esta última es un bien que se adquiere y hasta se hereda siendo su árbitro, dador y protector el Rey.
Roque Barcia, en su “Diccionario de Sinónimos Castellanos” decía todavía hacia fines del Siglo XIX: “… el honor es una honra de sentimiento presente, nuestra. Es el caudal que hemos de legar a nuestros hijos. La honra es un honor tradicional, histórico, heredado; es el caudal que nos legaron nuestros padres. De modo que el honor es una virtud. La honra viene a ser una razón de estado, casi una jerarquía. El honor se tiene. La honra se hereda.”
De lo dicho creo que se desprende con bastante claridad que el honor no es una posesión garantizada. No es algo que se tiene, sin importar lo que uno haga en la vida. Puede perderse y, de hecho, las generaciones pasadas opinaban que es como la virginidad: se tiene o no se tiene y se puede perder una sola vez. Hoy en día quizás no seríamos tan estrictos. Considerando como están las cosas en el mundo, creo que deberíamos ser algo más indulgentes y admitir que hasta una persona honorable puede tener un momento de debilidad, o cometer un error grave del que no se sentirá precisamente orgulloso por el resto de su vida. Pero, de todos modos, tampoco exageremos demasiado con eso de la indulgencia y la tolerancia. Porque lo cierto es que la deshonestidad es un tobogán por el cual, una vez que alguien se deja deslizar, resulta muy difícil volver para atrás. Den ustedes un paso hacia la corrupción y la deshonestidad y, si consiguen deshacer el camino inmediatamente, quizás logren continuar siendo personas con honor. Pero si llegan a dar el segundo paso muy probablemente habrán perdido el honor para siempre. El deshonor es un pozo sin fondo del que no se sale. Por lo menos, no sin ayuda. Recuerden lo que dijimos acerca de quién es el que, según la tradición, otorga el honor.
Y esto es así porque, una vez perdido el honor se pierde también el respeto por uno mismo y por los demás. Y, habiendo perdido ese respeto, las personas pierden su dignidad. Entre otras razones, por eso les decía antes que hay personas indignas. Una persona deshonesta no es digna de respeto y una persona que no es digna de respeto es una persona indigna. El razonamiento es de hierro y no hay escapatoria. Es inútil perorar sobre una “dignidad humana” que se presupone en cualquiera por el sólo hecho de ser un miembro de la clase zoológica denominada homo sapiens. Hay personas que han tirado esa dignidad a la basura, o ni siquiera tienen noción de que existe en absoluto, y la sociedad no gana absolutamente nada siendo tiernamente condescendiente con ellas. Es más: la experiencia actual – e incluso 10.000 años de Historia – demuestran que ese criterio solamente sirve para disparar una decadencia que se ha vuelto irreversible.
Entiéndase bien: no es cuestión de ser inhumanamente crueles con las personas indignas. La cuestión es bloquearles terminante y definitivamente los puestos más altos de la estratificación social, especialmente los relacionados con aquellas funciones que afectan a todo el organismo social o, al menos, a un conjunto importante de seres humanos. No creo que el corrupto y el deshonesto merezcan necesaria y forzosamente la lapidación, la horca o el garrote vil. Pero sí creo que merecen el desprecio que generan y por cierto que no creo que hasta merezcan ser premiados con los niveles de status más altos de nuestra civilización. Especialmente no con aquellos niveles en dónde pueden luego tomar decisiones que nos afectarán a todos.